Buscar
Cerrar este cuadro de búsqueda.

Francia y el genocidio de los tutsis, reflexiones a propósito del Informe Duclert (2ª parte)

Francia y el genocidio de los tutsis, reflexiones a propósito del Informe Duclert (2ª parte)
Rwandan Genocide Memorial, Geneva. Imagen: MHM55 en Wikimedia Commons

Boubacar Boris Diop

Novelista, ensayista, dramaturgo y guionista considerado uno de los grandes escritores actuales de África.

Aquí se habla de un genocidio, el último del siglo veinte, universalmente reconocido como tal. El mero hecho de ser considerado cómplice basta para sumir a alguien en un abismo de infamia.

De entre las voces que se alzaron después del genocidio en nombre de una concepción menos patriotera del honor de Francia, la de Jacques Julliard – sin embargo, poco conocido por su interés por Ruanda – cobra en la actualidad una resonancia muy especial. Desde abril del 1998, escribe en su crónica del Nouvel Observateur: “… Se planteará, algún día, no tengamos la menor duda de ello, la cuestión de la responsabilidad de Francia, con François Mitterrand como presidente de la República, en el genocidio de los tutsis de Ruanda en 1994. Francia no perpetró el crimen, pero sí armó el brazo de los futuros asesinos que no ocultaban sus intenciones”5.

Desde el 1997, se publica el libro de Mehdi Bâ, Ruanda, un genocidio francés6, con titular completamente explícito; con su obra muy documentada y de tonalidad iracunda Francia en el corazón del genocidio de los tutsi7,Jacques Morel se muestra aún menos ambiguo; y si hay que evocar a Jean-Paul Gouteux, autor de La Noche ruandesa8, o citar películas como Mátenlos a todos9 (Historia de un genocidio sin importancia) y Un grito de un silencio increible10 (Solo las mariposas franquean las alambradas de púas), una mención especial merece lo que se ha dado en llamar con Michel Sitbon y Mehdi Bâ “la revolución saint-exupérienne11.

Patrick de Saint-Exupéry no se esperaba, en absoluto, al viajar a Ruanda para Le Figaro, periódico poco propenso a posicionamientos espectaculares, a que la experiencia cambiara por completo el curso de su existencia. Al no poder expresar suficientemente el choque emocional e intelectual experimentado con los artículos enviados en su momento, no para de retomar el tema, desde su Lo inconfesable: Francia en Ruanda12 hasta Cómplices de lo inconfesable13, pasando por la revista XXI hasta, recientemente, La Travesía, diario de viaje a la vez grave y desenfadado en el que emprende metódicamente la demolición de la tesis del segundo genocidio, supuestamente perpetrado en el este del Congo por un FPR vengativo y ebrio de sangre14.

Para terminar, sin la tozudez de grupos como Survie y el Colectivo de las Partes Civiles por Ruanda, o de individualidades potentes, sería, aún hoy, casi imposible distinguir entre víctimas y verdugos ruandeses y, por ende, escribir la verdadera historia del genocidio de los tutsis. No hubiera habido, veintiséis años después, un informe Duclert.

Se descubre a la lectura de este que funcionarios franceses trabajando en el expediente han hecho lo mejor que han podido, entre octubre y julio de 1994 e incluso algo antes en el caso del coronel René Galinié, por ahorrarle al pueblo ruandés un baño de sangre y a su país el deshonor de haber participado en él.

Tal es el caso del ministro Pierre Joxe poco impresionado por los posicionamientos monárquicos, a la postre irrisorios, de Mitterrand; Yannick Gérard, embajador de Francia en Uganda, el coronel Patrice Sartre y Antoine Anfré, “redactor ruandés” en el Quai d’Orsay, figuran igualmente entre estos. El último nombrado, Anfré, descabalgado en aquella época debido a sus posiciones disidentes, acaba de ser nombrado embajador en Kigali. A la hora del apaciguamiento entre los dos países, no deja de ser todo un símbolo.

Se subraya igualmente en varias ocasiones que la Dirección General de la Seguridad Exterior (DGSE) no ha cesado, en el transcurso de esos años, de proporcionar a los políticos informaciones en total contradicción con la doxa, según Mitterrand. Tal es así que el informe Duclert precisa que, en los comienzos de la Operación Turquesa, la DGSE había prevenido en una nota: “El peligro es grande para Francia […] de pasar por cómplice del actual gobierno ruandés”15. Y, citando más allá otro boletín informativo: “La DGSE afirma desde el 2 de mayo que el FPR es “con total seguridad ajeno al atentado que le costó la vida al presidente Habyarimana”, atentado que atribuye a los extremistas hutus”16. De entre los militares, el coronel Patrice Sartre no duda en proporcionar en un anexo a su informe de fin de misión una lista de genocidas supuestos que podría, según su opinión, “abrir paso a una investigación interna francesa, con la finalidad de determinar con la mayor claridad posible qué responsables franceses, habiendo tenido contacto regular con las personas puestas en entredicho, pueden ser blanco de una crítica, por lo menos mediática, por complicidad con la planificación del genocidio”17.

Agregado de defensa en Kigali entre junio de 1998 y julio de 1991, el coronel René Galinié se ve acreditado en el informe de una excepcional clarividencia. He aquí el resumen que se encuentra de “la evolución de su visión” a partir de la primera ofensiva del FPR en octubre del 90: “El 8 de octubre señala una represión organizada en Kigali, la detención de sospechosos “a veces, fusilados”. Observa sobre todo que “esa persecución podría, en caso de agravarse, degenerar en matanzas”. El 10 de octubre, su mensaje del día menciona su temor a “que este conflicto termine degenerando en guerra étnica”. Señala, por otro lado, que el MRND, “partido único”, “parece retomar de su mano al país fuera de la zona de los combates”. El 13 de octubre, el mismo testigo constata que “los campesinos hutus organizados por el MRND intensificaron la búsqueda de los sospechosos tutsis por las colinas; se señalan masacres en la región de Kibilira, a veinte kilómetros noroeste de Gitarama”18.

Tal sentido de la anticipación le cuesta a Galinié su puesto, así como al general Varret, quien se oponía a la intervención directa del Elíseo en la cooperación y pugnaba por conservar el dominio de la cooperación militar, así como las instituciones le confiaban la misión”19.

La actitud sensata de esas personalidades civiles y militares refuerza, por contraste, la opinión según la cual, a falta de poner en acusación al Estado francés, se debería cuanto menos juzgar a François Mitterrand y a todos aquellos que, a partir del Elíseo o de ciertas oficinas ministeriales, tienen alguna responsabilidad directa en la masacre de más de un millón de civiles inocentes. Georges Martres y Jean-Michel Marlaud que se han sucedido como embajadores en Kigali, sabían perfectamente lo que hacían: se atrevieron a disimular o deformar hechos para que el sostén de Francia a Habyarimana no fuera jamás cuestionado. Y, sin embargo, estaban perfectamente informados de las masacres del Bugesera o del de los Bagogwe – perpetrados por su protegido en el momento preciso en el que llevaban su régimen a plenos brazos. El general Quesnot, jefe del Estado Mayor particular del presidente Mitterrand; Bruno Delaye, consejero responsable para cuestiones africanas y el secretario general del Elíseo, y Hubert Védrine, frecuentemente citados en el informe Duclert, tuvieron más peso aún en la toma de decisiones que favorecieron el crimen y protegieron a los criminales. En cuanto al ministro Juppé, se evoca a menudo que fue el primero que utilizó la palabra “genocidio”. Eso es cierto, pero era el 16 de mayo, cinco semanas y al menos medio millón de muertos demasiado tarde. Cabe notar, además, que, tan solo cuatro días antes, el mismo ministro francés de Asuntos exteriores declaraba en Washington: “No dejamos a Ruanda en el abandono durante todos esos años, intentamos hacer cuanto pudimos para reconciliar a las tribus, puesto que se trataba, en el fondo, de un combate tribal”.20 A juzgar por los actos realizados en nombre de su país, ese punto de vista nutrido de estereotipos racistas fue, hasta el final, su íntima convicción. Y si su mea culpa de abril pasado suscitó cierta conmoción, fue sobre todo porque Juppé había negado siempre firmemente cualquier implicación de Francia en el genocidio del 1994. Pero su contrición es bastante cínicamente simulada. Escribe por ejemplo: “No habíamos imaginado que nuestras fuerzas desplegadas para asegurar la protección de nuestros nacionales hubieran podido, con la condición de disponer de los paracaidistas belgas, de los comandos italianos, de los marines americanos presentes en Burundi, todos ellos asociados con los cascos azules, oponerse a los asesinos y proteger a las víctimas”.21 Resulta raro que un político con una reputación de hombre especialmente inteligente se imaginara poder hacernos creer hoy que París hubiera tenido necesidad de los belgas, de los italianos, de los americanos y de los cascos azules para poner un término a las masacres. Nada es más falso. El régimen genocida de Kigali, llevado en volandas por el gobierno francés, le obedecía a pies juntillas. El antiguo ministro de Exteriores, que recibió de hecho, en el Quai d’Orsay, a su homólogo Jérôme Bicamumpaka en el momento más álgido de las matanzas, lo sabe mejor que nadie. Eso hace la falta moral más pesada y casi más incomprensible.

De todos modos, Mitterrand no tenía necesidad de la opinión de nadie para actuar como lo hizo. No da en ningún momento la impresión de sentirse presa de la menor duda. No hay solo vanidad en la pretensión de ciertos políticos de conocer mejor que nadie la historia de la humanidad: quieren, además, persuadirnos de que, en el instante en el que escrutan el pasado, tienen la mirada vuelta hacia el porvenir. Mitterrand adoptó siempre ese posicionamiento y es por ello por lo que nos sentimos impactados al constatar que, sobre Ruanda, su línea de pensamiento coincide muy exactamente con la de los artesanos de la llamada “revolución social hutu” de finales de los años cincuenta. Para Mitterrand también, existe una especie de equivalencia absoluta – por lo menos en “esos países” – entre demografía y democracia. La principal virtud de los hutus reside, según él, en el hecho de ser el “pueblo mayoritario”, y no más que los miembros de su primer círculo, el presidente francés puede concebir un Ruanda “gobernado por los tutsis” sin que ello conlleve un sangriento caos. La Ruanda de hoy proporciona la prueba de que no resulta tan difícil, incluso después de un genocidio, edificar un Estado no-fundado sobre el etnicismo en el cual había sido atrapado por el ocupante belga para sentar mejor su propia dominación.

Dicho esto, para un senegalés, ciudadano de un “país del campo”, el informe Duclert es la ocasión para una fructuosa caza al tesoro sobre el funcionamiento de la Françafrique. Por ejemplo, la fuerte relación personal entre el inquilino del Elíseo y cada uno de sus lacayos africanos es un hecho constante. Bokassa llamaba a Giscard “mi pariente” y a de Gaulle “mi papá” y sin dejar de saquear de común acuerdo a África, Chirac, Sassou-Nguesso y Bongo-padre – u otros – se comportaban como una banda de graciosillos, bastante viriles y machos, pero incapaces de matar una mosca. De modo similar, sin ser tan exuberante, “la amistad” ostentosa entre Habyarimana y Mitterrand es determinante para la lectura que este último hace de la situación en Ruanda. Su homólogo aprovecha para obviar hábilmente los circuitos de decisión clásicos y obtener casi todo lo que quiere de Francia.

Eso no es todo, por supuestísimo.

Se ve diseñarse al hilo de las páginas del informe Duclert la visión globalizadora de los estrategas de la Françafrique. Como todos los Estados-clientes de la Françafrique, Ruanda no tiene, visto desde París, ninguna existencia singular. Sus realidades se perciben en función de un vasto proyecto de dominación de largo alcance – por no decir eterno. Es lo que impulsa al general Quesnot a escribir que sacudirse de encima a Habyarimana equivaldría a emitir “una señal muy negativa a nuestros aliados africanos”22, antes de manifestarse con mayor precisión en una nota destinada a Roland Dumas: “Los inconvenientes están claros: nuestra salida sería percibida como un abandono de nuestros amigos, como un fracaso de Francia (dijimos: ‘no permitiremos la toma de Kigali’). La credibilidad de nuestra política africana quedaría tocada en una amplia medida. Finalmente, si hay masacres, cosa muy probable, correríamos el riesgo de que se nos considere responsables”23.

Atrae también la atención de Mitterrand sobre los retos lingüísticos de la cuestión en estos términos: “Si no hallamos un medio de presión suficiente para parar a Museveni, que goza del sostén británico implícito, el frente de la francofonía se verá duraderamente dañado y puesto en aprietos en esta región. Al contrario de la evolución histórica actual, una etnia tutsi minoritaria se agenciará el poder por la fuerza sobre un conjunto regional Uganda-Ruanda-Burundi”.24

Hubert Védrine resumió todo eso en una fórmula aparentemente anodina (“el compromiso global de la seguridad de Francia”), pero que es en realidad una justificación a priori de las más sangrientas andaduras del neocolonialismo francés. Aplicada al caso de Ruanda, significaba que había que intentarlo todo para detener a los enemigos de un régimen bajo protección francesa, gentes, por otro lado, extrañas, hablando inglés y llegadas de un país anglófono, Uganda.

Es eso lo que explica la dimensión imponente de los archivos franceses sobre Ruanda, así como el ritmo infernal de los “Consejos restringidos” y reuniones ordinarias que le son consagrados.

En la era de las redes sociales, el informe Duclert ha sido mucho más mediatizado que los precedentes. Hay que decir también que fue encargado a universitarios por un presidente que no contaba sino con dieciséis años durante el genocidio. Su conclusión ha sido repetida por todas partes y muchos no se quedarán sino con ella: Francia no es cómplice de ese genocidio aun cuando “durante mucho tiempo haya estado al lado de un régimen que animaba las masacres racistas”, luego “permaneció ciega frente a la preparación de un genocidio por los elementos más radicales de ese régimen”. Cabe, así pues, subrayar “responsabilidades pesadas y abrumadoras de Francia, imputables en particular a François Mitterrand. Decidir sobre el papel de un Estado en un genocidio no presentando ambigüedad alguna no podía ser nada cómodo. Es lógico suponer que cada palabra de la conclusión del informe se regateó, sin duda, a veces palmo a palmo, con la autoridad política. En el mundo tal como va, los miembros de la Comisión de Investigación” no podían razonar fuera de lo real. Resulta, sin embargo, menos comprensible que después de haber dejado en evidencia, a veces con su punto de desprecio, la acción nefasta del presidente francés y de algunos de sus colaboradores, la Comisión no haya denunciado su complicidad con hombres como el coronel Théoneste Bagosora y el historiador Ferdinand Nahimana considerados como dos de los principales arquitectos del Apocalipsis.

Pero la manifestación de toda la verdad sobre un genocidio es siempre un asunto de larga duración. No puede surgir sino lentamente, en medio del dolor y de la vergüenza. ¿Quién hubiera podido imaginar hace tan solo diez años que dos presidentes franceses peregrinarían algún día al Memorial de Gisozi, uno para reconocer, aunque solo fuera de boquilla, “errores”, el otro para confesarse – en fin, casi… en un discurso a la Malraux? “El genocidio franco-africano. ¿Acaso haya que juzgar a los Mitterrand?” Era, desde 1994, el título de un libro de Pascal Krop25. La pregunta sin duda resultó estrafalaria para muchos en aquella época. Hoy, ya no lo es y, de por sí, eso representa un paso hacia adelante. El trabajo de introspección sobre Ruanda va a continuar su camino en Francia, lo que significa que este tercer informe sobre el genocidio de los tutsis en Ruanda no será el último. Se puede adelantar en términos familiares que, a escala de la historia, Mitterrand padre e hijo, Quesnot, Martres, Védrine y demás no podrán irse de rositas.

Notas.

5. Jacques Julliard, crónica semanal, Nouvel Observateur, abril de 1998.

6. Mehdi Bâ, Rwanda, un genocidio francés, L’Esprit frappeur, 1997.

7. Jacques Morel, Francia en el corazón del genocidio de los tutsis, L’Esprit frappeur, 2010.

8. Jean-Paul Gouteux La noche ruandesa: la implicación francesa en el último genocidio del siglo, Izuba/L’Esprit frappeur 2002. Para rendirle un homenaje, una revista sobre el genocidio de los tutsis en Ruanda lleva ese título.

9. Mátenlos a todos: Ruanda, historia de un genocidio “sin importancia” documental de Raphaël Glucksmann, David Hazan y Pierre Mézerette 2004.

10. Un grito de un silencio increíble, documental de Anne Lainé, 2003.

11. Michel Sitbon, citado por Stephen Smith en “La infamante acusación de “complicidad” de Francia se hace sin pruebas”, Le Monde, 18 de abril de 2004.

12. Patrick de Saint-Exupéry, Lo inconfesable: Francia en Ruanda, Les arènes 2004.

13. Patrick de Saint-Exupéry, Cómplices de lo inconfesable. Les arènes 2009.

14. Patrick de Saint-Exupéry, La travesía, Les Arènes-Reporters, marzo del 2021.

15. Informe Duclert, página 702.

16. Ibid.

17. Informe Duclert, página 891.

18. Informe Duclert, página 774.

19. Informe Duclert, página 754.

20. Informe Duclert, página 942.

21. Le Monde, 7 de abril de 2021.

22. Informe Duclert, página 232.

23. Informe Duclert, página 235.

24. Ibid.

25. Pascal Krop, El genocidio franco-africano: ¡acaso haya que juzgar a los Mitterand? Jean Claude Lattès, 1994.

Segunda parte del artículo redactado originalmente en francés por Boubacar Boris Diop y traducido al español por Pedro M. Suárez.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *