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El Ramadán más extraño

El Ramadán más extraño
En Banjul, la capital, la vida va al ralentí y vive el ramadán más extraño. Imagen: Emilia Sacristán.
En Banjul, la capital, la vida va al ralentí y vive el ramadán más extraño. Imagen: Emilia Sacristán.
Jaume Portell Cano

Jaume Portell

Periodista
En Banjul, la capital, la vida va al ralentí y vive el ramadán más extraño. Imagen: Emilia Sacristán.
En Banjul, la capital, la vida va al ralentí y vive el Ramadán más extraño. Imagen: Emilia Sacristán.

Por Jaume Portell. «Hasta que no tengamos 100 casos la gente no hará nada», me dijo, con un punto de desesperación, un trabajador del ministerio de sanidad gambiano. El país tiene ahora 17 casos positivos, pero ha hecho poquísimos test. En Gambia, desde su extremo interior hasta la costa, lo que se ve no es muy esperanzador. El coronavirus existe y es una amenaza que se encuentra en carteles en la pared y en conversaciones callejeras; pero la vida sigue igual. Las calles están llenas de vendedoras, el bullicio colapsa los caminos de los pueblos y el tráfico es el habitual. La vida continua como siempre y prácticamente nadie lleva mascarilla. La excepción, en Basse, un trabajador de origen asiático. Las furgonetas esperan clientes para ir a Banjul, y en esos vehículos compartidos por 8 personas tampoco hay, obviamente, ningún distanciamiento social. Decenas de ellos transportan gente por todo el país. En la furgoneta, la imagen definitiva llega cuando llevamos más de 100 km: en medio de la nada, decenas de personas salen de una moderna mezquita. Ni rastro de la prohibición de evitar concentraciones multitudinarias.

Los carteles del ministerio de agricultura anuncian numerosos proyectos en cada pueblo, pero el óxido que acumulan nos da una pista más relevante: al margen del éxito -o no- de los proyectos, el gobierno hace mucho tiempo que no pasa por allí. Sin hospitales ni recursos, muchos ignoran la pandemia, y los carteles de alerta son solo atrezo para una parte de la población que ha decidido dejar el tema en manos de Dios.

En Banjul, la capital, la vida va al ralentí. Esta ciudad turística ya hace tiempo que sabe que su principal fuente de ingresos ha desaparecido: si alguien va hacia el aeropuerto es para marcharse del país, no para entrar. Aunque el ritmo del tráfico es el de siempre, los guele guele (furgonetas que ejercen el papel de transporte público) van más vacíos como medida preventiva contra el coronavirus: si hay menos pasajeros, estos pueden mantener la distancia social -o pretenderlo. Para compensar el descenso en la clientela, el precio del pasaje es más caro, y algunos gambianos están disgustados ante el alza de los precios. Hay quien considera que, después de todo, el virus es un montaje para beneficiar a algunos sectores que se aprovechan de la necesidad de los ciudadanos. Fatou, estudiante de 20 años, lleva semanas sin ir a la escuela y está cansada de la situación. Aunque la televisión gambiana ha programado clases diarias en directo para los alumnos, Fatou echa de menos a sus compañeras. Durante estos días, los alumnos se comunican por WhatsApp y utilizan los status de WhatsApp para colgar fotografías suyas, reflexiones o advertencias sobre el coronavirus. Pese a que el coronavirus monopoliza la actualidad informativa y su entorno habla del virus a todas horas, Fatou dice que no cree en la enfermedad. Su hermana Nyuma, de 14 años, señala uno de los riesgos asociados a la gestión de la crisis: «Aquí es muy habitual que los médicos se queden parte de los medicamentos enviados a los hospitales. Luego, estos médicos los venden en sus farmacias privadas». Días antes, el gobierno gambiano sancionó a diversos empresarios que intentaban ganar dinero especulando con la crisis del coronavirus.

El Ramadán más extraño de los últimos años empezó el pasado viernes. Los fieles no pueden ir a las mezquitas -aunque en el interior del país las normas se siguen de forma más relajada- y el cansancio por el ayuno contribuye indirectamente al confinamiento: la familia de Fatou y Nyuma pasa el día trabajando en casa y durmiendo muchas horas para guardar energías. Moussa, el más religioso, sale cada día al mercado a vender ropa. Al estar en contacto con otra gente durante el día, convierte en estéril el confinamiento del resto de personas del hogar. Tampoco cree demasiado en el virus, y considera que solo mata a los blancos; pero aunque lo creyera y tomara todas las precauciones posibles, Moussa tendría que salir igualmente: «Tengo que enviar dinero a mi mujer que vive en un pueblo del interior. Si no les envío nada no podrán comer», zanja.

 

Jaume Portell es periodista especializado en economía y relaciones internacionales, muy vinculado al continente africano, que actualmente reside en Dakar. Ha trabajado para varios medios de comunicación nacionales y colabora con Mundo Negro.

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