En su célebre texto Raza e Historia, redactado a petición de la Unesco en 1952, Claude Lévi-Strauss ofrece una crítica decisiva al evolucionismo racial y a las jerarquías culturales heredadas de la ilustración y la modernidad. Frente a las doctrinas que situaban a la civilización occidental en la cima del progreso humano, Lévi-Strauss sostiene que toda cultura —lejos de ser estática o «primitiva»— constituye una respuesta singular y coherente a desafíos históricos, sociales y ecológicos específicos. De este modo, desmonta la idea según la cual algunas sociedades estarían «retrasadas» en la carrera de la humanidad e insiste en la necesidad de pensar la diversidad cultural sin organizarla en escalas de superioridad. Aunque sus reflexiones sufren ciertos enfoques eurocéntricos y fueron objeto de duras críticas por parte de pensadores africanos como Valentin-Yves Mudimbe en The Invention of Africa o Achille Mbembe en De la postcolonie, hemos de reconocer que el pensamiento de Lévi-Strauss sigue siendo de actualidad para abordar con rigor el debate actual sobre el racismo estructural, la marginación cultural y el desplazamiento identitario que viven las diásporas africanas en España.
Debo precisar que no pretendo reivindicar aquí una «negritud» made in Spain ni la idea de una «España negra», aunque reconozco el valor conceptual de tales formulaciones conceptuales para la producción de discursos. Acotar este espacio temporal radica en la necesidad de limitar las referencias históricas y evitar remontarse a la presencia de figuras históricas de comunidades negras cuya relación con África puede, en algunos casos, perderse en tiempos inmemoriales. Si bien es una empresa loable y posible, es labor de historiadores. Además, no disponemos aquí del tiempo ni del espacio necesarios para ello. Por ende, me centro en un tiempo actual y presente, que empieza después de la colonización, es decir, después de las independencias de las colonias europeas en África y de la «africanización» progresiva de las metrópolis europeas.
El legado colonial y los imaginarios sobre la alteridad negra siguen condicionando las representaciones y las relaciones sociales. Estas representaciones no surgen de la nada: están arraigadas en la mismísima tradición humanista europea que, mientras se proclamaba universal, negaba la universalidad del sujeto humano y despojaba a las personas no europeas de su condición humana. Desde Locke hasta Tocqueville, pasando por Voltaire, Hume, Rousseau, Kant y Hegel, numerosos pensadores emblemáticos de la Ilustración y sus prolongaciones contribuyeron a la formulación y desarrollo de teorías racistas. Locke y Voltaire poseían participaciones en compañías que comerciaban con personas y defendían el colonialismo mientras producían algunas de las teorías más revolucionarias a favor de la libertad individual y la igualdad (exclusiva) de las personas blancas. Este legado filosófico y literario ha contribuido a forjar un imaginario persistente en las culturas populares europeas, donde África y sus diásporas se perciben como arcaicas, deficientes o situadas al margen del curso «normal» de la historia.
Es desde dentro de esta continuidad histórica e ideológica heredada de la modernidad que deberían comprenderse las representaciones actuales de las culturas africanas en Europa, en particular, a partir de la llegada de las diferentes olas migratorias desde la posguerra mundial. Como nos dice Freud, la defensa de una cultura, especialmente cuando se ocupa una posición marginal o subalterna en la sociedad, no responde únicamente a una elección racional o política, sino que está profundamente enraizada en mecanismos psíquicos de protección. Frente a una cultura dominante que tiende a desvalorizar lo otro, el individuo marginado puede experimentar una amenaza simbólica a su identidad. En este contexto, la afirmación de su herencia cultural se convierte en una forma de «sublimación» y «restitución narcisista», donde el sujeto reconstituye su dignidad y sentido de pertenencia a través de la exaltación de aquello que el discurso hegemónico desprecia o silencia.
Debemos reconocer, sin embargo, que esta observación freudiana no ocurre a menudo. En el contacto con la sociedad española, algunos miembros de las diásporas africanas se ven a menudo forzados a borrar, justificar o adaptar su herencia cultural africana para poder hacerse visibles. Otros llegan a rebautizarse o se inventan nuevas categorías reduccionistas (afro) para hacerse aceptables e inclusive «digeribles» en el espacio público. En este contexto, la lucha por el reconocimiento del que habla Hegel se vuelve unilateral: la necesidad de ser reconocido por las personas y las sociedades blancas sin que estas sientan tal deseo, lo que acaba generando una performatividad tautológica y una representación de la identidad que termina reforzando las categorías impuestas por el imaginario dominante. Este fenómeno va acompañado a menudo de una selección de objetos estéticos que encajan con el imaginario occidental del progreso. Se trata, en el fondo, de una búsqueda de una «modernidad alternativa» de las comunidades «afropolitas» definida por los mismos parámetros de la modernidad europea y el imperialismo occidental.
Si bien la migración africana hacia España es antigua, todavía hoy se sigue percibiendo a través de los prismas heredados en su mayor parte de ese imaginario colonial que opone tradición y modernidad, África y progreso, cultura africana e integración. Las representaciones sociales que rodean a las personas africanas y a sus descendientes en el espacio español siguen atravesadas por estereotipos persistentes: el cuerpo negro como cuerpo destinado al trabajo, la cultura africana vista como un folclore congelado en el tiempo, representado por las cabañas, símbolo de miseria y arcaísmo de todo un continente. Estos imaginarios no son neutrales, sino que estructuran las políticas de fijación de los colectivos en los espacios fragmentados creados por las políticas migratorias, las dinámicas de invisibilización cultural y las jerarquías sociales que condicionan las luchas cotidianas por el reconocimiento y el derecho a existir tal como somos, no como deberíamos o desearíamos ser mostrados y vistos.
La idea de la cabaña como elemento distintivo del continente es central en el encuentro entre África y Europa e indagaremos en los diferentes aspectos de esta relación triangular en otra ocasión. Me interesa la cabaña como referencia temporal y espacial para reinterpretar la representación de África y su diáspora en España. La cabaña sirve, por lo tanto, a una doble función como elemento cultural y metáfora. A través de esta metáfora, propongo analizar las formas de marginación estética que afectan a las culturas africanas en España. La estética es inseparable de la cultura, la cual, a su vez, refleja la relación del ser humano con la naturaleza. Por eso, el proyecto humanista de la Ilustración sitúa en el centro de su visión la idea de la dominación de la naturaleza. Para los pensadores ilustrados, el ser humano afirma su humanidad al romper con su condición natural, moldeando y transformando su entorno, mientras que el animal permanece íntegramente determinado por las leyes de la naturaleza.
Este determinismo está presente en la mayoría de los filósofos de la Ilustración, cuyos métodos inductivo-racionales se basaban en la idea de que era posible extraer una verdad general a partir de un postulado considerado universalmente verdadero. Así fue como llegaron a generalizaciones racializadas, totalmente absurdas. Por ejemplo, pensaban que, dado que el africano —según su marco de interpretación— no había transformado suficientemente la naturaleza, como evidenciarían su hábitat o su vestimenta, no podía ser considerado un ser humano en igualdad de condiciones con el europeo. En el mejor de los casos, un ser inferior que debe ser «civilizado» por la mano del hombre blanco. El supuesto salvajismo del africano se reflejaría incluso en su arte, reducido a una forma de expresión primitiva, instintiva y prehumana. La cabaña, el hábitat por excelencia de las sociedades tradicionales, se convirtió así en el símbolo mismo del supuesto atraso del hombre africano y su falta de historicidad.
Allí se encuentra el origen del «pecado original» atribuido al negro: no haber dominado suficientemente la naturaleza, lo cual equivale —desde la lógica moderna— a haber mantenido una cierta armonía con el entorno. Desde esta perspectiva, pueden ponerse de relieve las fracturas psicológicas de las diásporas africanas, a fin de comprender lo que Sartre llama la honte de soi, o vergüenza ajena interiorizada. Esta vergüenza de sí, a menudo, se manifiesta como lucha, como formas veladas de resistencia, creación o afirmación identitaria que emergen en el seno de sus propias comunidades. El análisis psicológico de este fenómeno está siendo abordado con mayor precisión en un trabajo más laborioso, apoyándose en datos empíricos recogidos en otros contextos. Lo que pretendo aquí, siguiendo la línea de lo que Claude Lévi-Strauss defendía en Raza e historia, es sostener una visión del mundo en la que la cabaña sea vista como una riqueza cultural.
Artículo de Saiba Bayo.