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África se aleja de Occidente (II)

África se aleja de Occidente (II)
La Conferencia de Berlín sobre la partición de África, 1884. Imagen: Gartenlaube 1884 en Wikimedia Commons
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Donato Ndongo

Su Antología de la literatura guineana (1984) es considerada como la obra fundacional de la literatura guineana escrita en español.

LAS RAÍCES DEL MAL

La historiografía escrita desde Occidente desconoce, minimiza o silencia realidades esenciales: que la resistencia anticolonial se inició en el instante en que las potencias imperialistas consumaron su penetración en África, tras el arbitrario reparto consagrado en la Conferencia de Berlín (1884-85). La revolución industrial europea necesitaba las materias primas africanas; y para su consolidación, el ideario nacionalista requería la afirmación mediante la posesión y dominación de extensos territorios que dieran prestigio y poderío, sobre todo militar, en la esfera internacional. En ese trípode –necesidades económicas, afirmación nacional y militarismo- se basarán las relaciones euro-africanas desde finales del S. XIX hasta 1945. En este contexto, son secundarios –meros efectos colaterales- los argumentos morales, religiosos, culturales y humanitarios comúnmente esparcidos. De ahí el primer y más antiguo motivo del mutuo recelo, aún vivo en el imaginario colectivo, al sur y al norte del estrecho de Gibraltar: de un lado, los prejuicios y estereotipos acumulados desde el inicio de la trata esclavista tras la llegada de los europeos a América, que consolidó África como «territorio de explotación»; de otro, el afianzamiento de la percepción del europeo como un depredador siempre dispuesto a saquear y engañar. La victoria de los Aliados en la IIGM, junto a los que combatió «más de un millón de africanos», según la estimación del historiador francés Raffael Scheck, pudo corregir estas visiones distorsionadas y reorientar la relación secular entre los dos continentes más próximos. El soberanismo africano, reprimido con dureza en los 60 años anteriores, resurgió con fuerza y legitimidad, como demuestra el V Congreso Panafricano, que tuvo lugar en Manchester (Reino Unido) en octubre de 1945. Sus actas recogen las principales reivindicaciones de los pueblos negros, en África y en la diáspora, incorporadas en el «corpus» de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, impulsadas, entre otros, por los africanos Kwame Nkrumah (Ghana), Julius Nyerere (Tanzania) y Nnamdi Azikiwe (Nigeria), el afroamericano William E. B. Du Bois y el antillano George Padmore, representantes del África anglófona. Por su parte, estudiantes negros francófonos -los antillanos Aimé Césaire y Léon-Gontran Damas y el senegalés Léopold Sédar Senghor– habían expuesto en París, durante el período de entreguerras, la teoría de la Négritude, movimiento de afirmación de los valores de las culturas negras -posteriormente adoptaría un perfil más político- basado en los postulados estéticos del «New Negro Movement» o «African Renaissance», surgido en Harlem, Nueva York, tras la IGM.

Parece lógico que, tras ganar una guerra especialmente devastadora contra la opresión y el racismo de nazis y fascistas, resultara insostenible el argumentario colonial. Por esas razones éticas, morales y políticas, resurgió con fuerza imparable el nacionalismo africano, que apoyaron con igual convicción las dos principales potencias vencedoras, Estados Unidos y la Unión Soviética. Europa, devastada y debilitada, no pudo oponerse al nuevo orden y a los nuevos valores establecidos. Sin embargo, la polarización de la sociedad internacional a consecuencia de la Guerra Fría alteraría de modo sustancial sus efectos y objetivos. Mientras los africanos demandaban libertad, dignificación y desarrollo, la crispación generada tras la explosión de la primera bomba atómica soviética en 1949 retrajo sus expectativas. La coyuntura exigía un claro alineamiento con uno u otro bloque ideológico-militar, desvirtuando las aspiraciones africanas. De esta manera, África quedó relegada de nuevo a su papel de suministrador de materias primas, disputadas ahora por capitalistas y comunistas. Para evitar su decantación hacia el lado contrario, las potencias coloniales europeas, reforzadas, determinaron controlar las supuestas soberanías otorgadas. Ni el «no alineamiento» adoptado en la Conferencia afro-asiática de Bandung (Indonesia) en 1955 tranquilizó a Occidente, que exigía a las nuevas naciones, sobre todo tras la eclosión independentista de 1960, adhesiones inquebrantables y sumisión absoluta. Concepción maniquea de la que derivan las actuales realidades: guerras de depredación generalizadas (conceptuadas como «tribales») por el control de las materias primas; golpismo para derrocar, asesinar o neutralizar a políticos y profesionales «incómodos» o «molestos» y colocar en el poder a los «afines», sin escatimar su costo en vidas humanas; permanente inestabilidad; dictaduras longevas y despiadadas; pobreza crónica. Deriva natural al primarse la estabilidad sobre la libertad, doctrina que propició el auge de regímenes «fuertes», de un solo partido, autoritarios y anticomunistas, que facilitaban el suministro de materias primas, relegando cuestiones básicas como el respeto de los derechos humanos y el bienestar social. Se frenaron los anhelos en importantes zonas: en las posesiones portuguesas, que no recuperarán la soberanía hasta 1975, tras la «Revolución de los Claveles», al precio de largas y sangrientas guerras de liberación; Zimbabue en 1980 y, sobre todo, Sudáfrica, cuya tiranía racista, calco del nazismo hitleriano, no caerá sino en febrero de 1990 con la excarcelación de Nelson Mandela, tres meses después de la apertura del Muro de Berlín. Francia y Reino Unido, principales potencias coloniales, se reconvirtieron en potencias tutelares, según demuestran los hechos y sus episodios más llamativos: la crisis permanente en la República Democrática de Congo, cuyo colofón es el asesinato de Patrice Lumumba; el derrocamiento de Kwame Nkrumah en Ghana; las especialmente asquerosas guerras de Liberia y Sierra Leona, y el genocidio de Ruanda, preludio de la desestabilización de la región de los Grandes Lagos.

Al respecto, son reveladoras las memorias de Jacques Foccart, llamado «Monsieur Afrique», todopoderoso consejero de Asuntos Africanos de varios presidentes Francia, donde él mismo se reconoce organizador de golpes de Estado y corruptor de muchos dirigentes y altos funcionarios; sus arietes emblemáticos, junto a otros menos conocidos, fueron la fábrica de armas y componentes de equipos electrónicos Thompson, la petrolera estatal Elf-Aquitaine y, sobre todo, el franco FCFA («franco de las colonias francesas de África», rebautizado «franco de la comunidad financiera africana» tras la descolonización), moneda creada en 1945, común para los 12 países surgidos del África Occidental francesa y del África Ecuatorial francesa, si bien Guinea Ecuatorial, excolonia española, y Guinea-Bissau, antigua posesión portuguesa, se agregaron con posterioridad a su zona económica. Considerado por sus numerosos detractores «símbolo del neocolonialismo», mantuvo una paridad fija con el franco francés, hoy con el euro. Asimismo, merecen ser conocidas la cruda descripción de Ludo De Witte sobre el asesinato de Lumumba, y las investigaciones del economista François-Xavier Verschave, que dirigió la ONG «Survie», cuyos libros desvelan con precisión la sórdida connivencia entre autoridades francesas y africanas, vínculo conocido como «Françafrique» (término acuñado por Félix Houphuoët-Boigny), que permite «mantener el poder francés en esos países pese a su independencia, con la colaboración de corruptos gobernantes africanos», en palabras de Verschave. En este sentido, recordemos que el presidente Valéry Giscard d’Estaing no pudo revalidar su mandato en las elecciones de 1981, como vaticinaban las encuestas, debido a un escándalo de origen africano: pocos días antes de la votación, el semanario satírico Le Canard enchaîné y el diario Le Monde informaron sobre su entramado de complicidades con el esperpéntico Jean-Bédel Bokassa, tirano especialmente deleznable, autoproclamado «emperador» de Centroáfrica, quien le había recompensado con un alijo de diamantes valorado en 150 000 euros.

Por todas estas razones, la victoria de François Mitterrand fue acogida con ilusión y esperanza en África. El programa del Partido Socialista y la campaña de su primer secretario prometían cambios históricos. El candidato de la izquierda conocía bien, además, el «dossier» africano: protagonista destacado de la IV República, había sido ministro de Ultramar en 1950 en el gobierno de René Pleven, puesto en que se mostró partidario de una unión franco-africana formada por territorios autónomos; se recordaban sus esfuerzos por mejorar las condiciones de vida de los colonizados, aún sometidos bajo la rudeza del despótico sistema colonial, y su razonable gestión del tema tunecino bajo el gobierno de Edgar Faure. Como ministro del Interior de Pierre Mendès-France, a partir de 1954, realizó importantes reformas en Argelia, que no evitaron la guerra de liberación por la intransigencia de los «piedsnoirs», colonos y militares aferrados a ultranza a la «Argelia francesa». Mantuvo su aureola como ministro de Justicia en el equipo de Guy Mollet, desde el cual participó en las negociaciones de las independencias de Túnez y Marruecos y de la «Loi-Cadre», que impulsó el autogobierno en el África francófona, junto a su correligionario Gaston Defferre. Sin embargo, pronto se enfriarían las expectativas. Tras llegar al Palacio de El Elíseo, su gestión secundó la tesis del «realismo» frente a los «idealistas». Simbolizan ambas corrientes el ministro de Cooperación designado al principio de su mandato, Jean-Pierre Cot, que inició unas relaciones económicas y políticas más igualitarias, tendentes a «descolonizar» África; al dimitir pocos meses después, fue sustituido, en la práctica, por Jean-Christophe Mitterrand, hijo del presidente, encargado de la llamada «célula africana» de la Presidencia, cuya gestión clausuró la tentativa «descolonizadora». Razón por la cual no pueden reseñarse alteraciones significativas en el doble septenato socialista respecto a la «tradicional relación especial» encarnada por la «Françafrique». Todo siguió igual. Ejemplos paradigmáticos: el asesinato del joven reformista Thomas Sankara, presidente de Burkina Faso, perpetrado el 15 de octubre de 1987; la decisión unilateral de devaluar el franco CFA en un 50 %, adoptada en enero de 1994, medida que contribuyó a hundir las frágiles economías africanas, originando los actuales procesos migratorios; o el doble magnicidio de los dirigentes de Ruanda y Burundi, Juvénal Habyarimana y Cyprien Ntaryamira, el 6 de abril de 1994, atentados que desencadenaron el asesinato de casi un millón de ruandeses en las semanas siguientes. Diversos informes, franceses y de organismos internacionales, señalan la «complicidad» y «abrumadoras responsabilidades» del Gobierno de Mitterrand en el genocidio, reconocidas por la Asamblea Nacional y por sus sucesores. Las transformaciones de la perestroika soviética, impulsadas Mijaíl Gorbachov; la caída del Muro de Berlín y de las «democracias populares» en el Este europeo; el fin de la Guerra Fría y la abolición del apartheid en Sudáfrica fueron estímulos para la hasta entonces infructuosa y silenciada lucha de los demócratas africanos, que los hay… y muchos, empeñados en que los aires de libertad que oreaban el mundo soplasen también en sus países. Eran palpables el inusitado entusiasmo -solo comparable a la efervescencia vivida treinta años antes con la descolonización- por el cambio de modelo político y el ferviente anhelo de otros modos de interacción con Europa y, en general, con Occidente; bloque al que creían y deseaban pertenecer por cercanía geográfica, relación histórica, intercambios económicos, ideario político, lenguas y culturas. Pareció que así sería entendido en las principales cancillerías.

En la Conferencia franco-africana de junio de 1990, celebrada en La Baule, el presidente socialista francés pareció asumir estas aspiraciones. Ante los representantes de 33 de los 37 países invitados, entre ellos 22 jefes de Estado -significativa la ausencia de los mandatarios de Costa de Marfil, Houphuoët-Boigny, y Zaire (hoy R. D. de Congo) Mobutu Sese Seko-, Mitterrand enunció ideas renovadoras que muchos de sus huéspedes hubiesen preferido no oír, sobre todo al vincular la ayuda pública francesa a la «democratización» de sus regímenes y abogar por un cambio hacia el «multipartidismo»: «Francia -dijo en su intervención inaugural- vinculará todo su esfuerzo de contribución a los esfuerzos que se hagan para avanzar hacia una mayor libertad. Habrá ayuda normal de Francia a los países africanos, pero es obvio que esta ayuda será tibia para quienes se comportan de manera autoritaria, y más entusiasta hacia quienes den con valentía este paso hacia la democratización». Siguió insistiendo: «Necesitamos hablar de democracia. Es un principio universal que acaba de aparecer a los pueblos de Europa Central (…) Pero no debemos olvidar las diferencias en estructuras, civilizaciones, tradiciones, costumbres (…) Francia no tiene intención de intervenir en los asuntos internos de los Estados africanos amigos (…) En lo que respecta a la democracia, está listo un diagrama: sistema representativo, elecciones libres, sistema multipartidista, libertad de prensa, independencia del poder judicial, rechazo a la censura (…) A ustedes, pueblos libres, a ustedes, Estados soberanos a los que respeto, toca elegir su camino, determinar las etapas y el ritmo». Su ministro de Asuntos Exteriores, Roland Dumas, resumió el contenido: «El viento de libertad que ha soplado en el Este tendrá que soplar un día inevitablemente en dirección al Sur (…) No hay desarrollo sin democracia y no hay democracia sin desarrollo».

Palabras recibidas en el continente, sumido en una de sus recurrentes crisis económicas y agitado por manifestaciones contra las dictaduras, del modo previsible: mientras las poblaciones celebraban con euforia «la promesa» del mandatario francés, los dirigentes y sus apoyos, internos y externos, acopiaban fuerzas para la dura batalla. Su objetivo era no perder sus privilegios.

Artículo redactado por Donato Ndongo-Bidyogo. Puede leer la primera parte aquí.

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