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Mohamed Mbougar Sarr. «Ley sobre inmigración: una central de triaje selectivo»

Mohamed Mbougar Sarr. «Ley sobre inmigración: una central de triaje selectivo»
Foto de Miko Guziuk para Unsplash
Una ley indigna que pretende crear categorías y seleccionar, entre los inmigrantes, las personas aceptables, visibles y deseables frente a otras sin interés, invisibles e inoportunas. Foto: © Miko Guziuk en Unsplash
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Mohamed Mbougar Sarr

Escritor, primer Premio Goncourt senegalés

Llegué a Francia en 2009 para iniciar mis estudios universitarios. A menudo me han preguntado por qué elegí este país, y no otro, para proseguir mi camino en la vida. Yo invocaba, entre otras muchas razones, grandes vocablos con pesadas mayúsculas: Literatura, Humanismo, Filosofía, República, Ilustración, Derechos Humanos o Igualdad. No ignoraba, por el hecho de haber nacido y crecido en una tierra donde se produjeron y dejaron profundas cicatrices, las atrocidades que Francia cometió en nombre de esos nobles emblemas y principios, pero no quería juzgar a todo un país –un país que me acogía para formarme– reduciéndolo a su pasado asalvajado y criminal.

Fue así como llegué a Compiègne. No hizo falta ni un trimestre para que la vida política francesa me desasosegara y desanimara. Admiraba a Balzac; se me ofreció la oportunidad envenenada de vivir mis Ilusiones perdidas. En aquella época, bajo el impulso de las alegres figuras políticas de la UMP, el debate sobre la identidad nacional se desataba con furia.

Honestamente, lo consideraba interesante en su principio: que un país se plantee cuáles son los fundamentos de su cultura, qué virtudes dan sentido a su divisa, a partir de qué valores, de qué historia, de qué visión del pasado, presente y futuro se constituía una nación y una sociedad, nada de esto me parecía un mal debate como tal. Eso fue antes de que me diera cuenta de que los términos de tal reflexión eran falsos desde el comienzo y de que, más que un debate, se trataba de un juicio, o, cuanto menos, una hedionda inquisición.

¿Y quién se encontraba en el banquillo de los acusados? Los mismos de siempre, los usual suspects: extranjeros, metecos, bárbaros, musulmanes, negros, árabes, rumanos, inmigrantes del sur… Yo. No necesitábamos haber cometido un crimen en particular. Consideraban que teníamos intención de hacerlo y aquello bastaba. Éramos sospechosos ab initio y a priori. Yo descubría la existencia de la presunción de culpabilidad, del pecado sin falta. No se trataba en absoluto de reflexionar sobre la identidad francesa, sino de alinearse en torno a un patrón reaccionario, violento y discriminatorio hacia categorías ya frágiles de la sociedad.

Aun así, me quedé a vivir en este país. De él me gustan muchos aspectos, y muchas personas que viven en él me conmueven profundamente. Aquí me convertí en un hombre y en escritor. Pero no olvido jamás, allá donde esté, incluso aunque se me cubra de los honores más prestigiosos, que sigo siendo –conozco los matices semánticos, pero estos convergen hacia el mismo temor– un extranjero y un inmigrante; que, por tanto, pertenezco de facto (y, cada vez más, de jure) a la amenaza venidera: la que se agitará sea cual sea el problema, la que diversos gobiernos –de todos los partidos– manipularán por indignos intereses políticos, la que se criminalizará sin ningún escrúpulo.

¿Qué ha ocurrido para que los viejos lobos pardos parezcan hoy corderos blancos?

¿Quién me lo recuerda? El hombre de la calle, a veces; la ley, regularmente, y, siempre, las caras de esa familia réproba y silenciosa que conforman los extranjeros de este país. Lo observo: esas caras pueden ser de miedo o de coraje, desesperadas o combativas, encolerizadas o felices, vencidas o triunfantes, rabiosas o conciliadoras. Sin embargo, todas confluyen en un mismo punto de lucidez: saben dónde se encuentran. Es a los extranjeros de este país a quien hay que plantear la cuestión de la identidad francesa. La conocen por su vergüenza. Por tanto, son quienes mejor la conocen. Conocen las sombras de Francia, el reverso oscuro de sus leyendas doradas, su cobardía, sus mentiras, su violencia histórica y cotidiana; nadie les engañará a este respecto a golpe de retórica y reescritura, y nadie mejor que ellos sabrá describir las tristes pasiones de este país, lo que fueron, lo que son y en lo que se convierten.

Han pasado casi 15 años desde los ardides identitarios de la UMP. Sin embargo, a finales de 2023 pasaron casi por inofensivos diablillos. En circunstancias constitucionales catastróficas para el Estado de Derecho, el gobierno francés (¿a quién hay que poner a la cabeza? ¿A Emmanuel Macron, a Gérald Darmanin o a Elisabeth Borne, destituida desde entonces?) sometía a votación una ley sobre la inmigración cuya dureza e injusticia contra los inmigrantes no tienen nada que envidiar a las propuestas de la extrema derecha francesa (esta última ha visto además en tal decisión, de cuya adopción se congratula, «una victoria ideológica»).

Esta reivindicación hubiera bastado para avergonzar y abochornar a la mayoría. Pero ya no estamos en esa situación: ya no hay odio documentado, ni pasado de indignidad y ningún canalla es políticamente inaceptable. Sería muy fácil, quizá demasiado, culpar solo a la política. También en la sociedad, en sus profundidades, los antiguos diques han retrocedido poco a poco antes de romperse por completo. Pero el mundo político ha aceptado, acelerado e institucionalizado este movimiento, dándole una legitimidad, abraz(s)ándolo en lugar de combatirlo. ¿Qué ha ocurrido para que los viejos lobos pardos parezcan hoy corderos blancos? ¿Quién se hace responsable de este declive?

Lo que es seguro, en cualquier caso, es que el actual gobierno francés tiene una responsabilidad, y esta mancha la llevará siempre impregnada. Para quien ha seguido con atención las diferentes leyes relativas a la inmigración desde hace varios años, no hay, una vez que pasa el estupor moral (entonces ¿la extrema derecha es-estaba ya en el poder?), ninguna sorpresa. Todo es miserablemente coherente. No entraré aquí a explicar la historia precisa de estas leyes y medidas (desde el aumento del precio de la matrícula para los estudiantes extranjeros hasta la denegación de los visados a ciudadanos de determinados países africanos), ni repetiré todas las funestas razones y odiosas consecuencias ligadas a esta ley.

Me niego también a defender a los inmigrantes y extranjeros de este país destacando a los más célebres y gloriosos, para probar que pueden incluso triunfar (algunos incluso ganan el Goncourt). No estamos hablando de ellos en este caso o, mejor dicho, no son los que corren más peligro por esta ley. A ellos no les humillará ni destruirá de forma violenta. He visto circular bonitas imágenes, una especie de Who’s who de franceses ilustres procedentes de la migración (muchos de ellos ya muertos y unos cuantos vivos) que supuestamente debían mostrar la importante aportación de los extranjeros a Francia.

La intención es, sin duda, loable, pero no estoy seguro de que el fondo de tal proceso no sea subrepticiamente un aliado de esta ley indigna: crear categorías de buenos y malos extranjeros y seleccionar, entre los inmigrantes, a las personas aceptables, visibles y deseables frente a otras sin interés, invisibles e inoportunas.

A este respecto, no nos engañemos: las leyes de extranjería son siempre vuelos de prueba políticos, laboratorios. El horizonte de esta ley no es solo designar, en la población de inmigrantes, quién se puede quedar y quién no, sino más bien distinguir entre los propios franceses –entre los que, por supuesto, hay personas de orígenes extranjeros–, los verdaderos y los falsos. Sí, esto apesta. El lenguaje de la ascendencia no está lejos. Nos estamos pudriendo ya bajo tierra.

¿Qué podemos hacer, entonces? Todo lo que siempre se ha hecho en estas circunstancias, que no es gran cosa, pero que ya es mucho: decir no, marchar, escribir, protestar, reunirse, hablar, hablarse, negarse a estar más atomizados de lo que ya estamos. Que cada uno luche como pueda, con sus armas milagrosas, con o sin esperanza. Imagino que nada de todo esto conmueve realmente a aquellos y aquellas que dirigen este país, ni a las personas que les apoyan. Pero da igual, es todo lo que nos queda ante esta horrible ley: denunciarla siempre y luchar fraternalmente, hasta el final.

Artículo redactado originalmente en francés por Mohamed Mbougar Sarr y publicado el 25 de enero de 2024 por Mediapart. Traducción realizada por Inmaculada Ortiz.

Foto de portada: ©Miko Guziuk en Unsplash.

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