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Ecologismo, hambrunas y otras miserias ocultas (I)

Ecologismo, hambrunas y otras miserias ocultas (I)
Imagen: Bela Geletneky en Pixabay
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Donato Ndongo

Su Antología de la literatura guineana (1984) es considerada como la obra fundacional de la literatura guineana escrita en español.

Mientras las multinacionales gastan millones en “ecoblanquear” su imagen, decenas de miles de personas continúan sufriendo las consecuencias de su negligencia. Medios como Nigerian Medical Journal aseguran que la contaminación reduce un 60 % la seguridad alimentaria en la región, y aumenta un 24 % la malnutrición infantil.

Ciertas disposiciones conservacionistas parecen incongruencias caprichosas, incomprensibles fuera de Europa y Norteamérica, percibidas como epicentro del mundo. Descontextualizadas, y olvidando la degradación inconmensurable de la Naturaleza en otras latitudes de la Tierra, se convierten en prédicas inasumibles que no aportan soluciones satisfactorias para todos. Si el objetivo es restablecer el equilibrio entre los humanos y su hábitat, antaño conseguido en sociedades consideradas “primitivas”, y una vez concienciados todos los humanos sobre los daños de la depredación atropellada sobre el ecosistema, faltan respuestas eficaces, sanciones proporcionales a la magnitud de la transgresión y límites nítidos entre lo tolerable y el abuso. Algunas celebradas imposiciones doctrinarias deshumanizan: la prohibición de cazar ciertas especies ignora que las bestias, con frecuencia, arrasan plantaciones trabajosamente conseguidas, frustrando el esfuerzo de los moradores locales, con resultados inquietantes: ni pueden alimentarse de su siembra devastada ni de la carne del animal protegido. Condenados al hambre, hombres, mujeres, niños y ancianos están abocados a adquirir, a precios prohibitivos, productos congelados importados, de origen y elaboración desconocidos, cuya fecha de caducidad es incierta y a menudo escamoteada, que ponen en serio riesgo su salud. Bastará un solo ejemplo: la encefalopatía espongiforme bovina, o “enfermedad de las vacas locas”, que asoló la ganadería en regiones de Europa entre 1985 y 2007, causó estragos en varias zonas de África tiempo después. Lógico entonces que culturas distintas consideren la ecología otra imposición de las naciones ricas, que dictan normas en su exclusivo beneficio; y natural que desdeñen por extravagantes los derechos y cuidados otorgados a sus mascotas, superiores a los de infinitos menesterosos marginados en lóbregas barriadas de sus urbes emblemáticas.

El discurso caritativo nos acostumbró a las miserias africanas. Una de las cuales es la hambruna recurrente en el Sahel y otras comarcas. Aunque, según la FAO, el porcentaje de personas desnutridas disminuyó del 18,6 al 11,2 % entre 2005 y 2015, es obvio que no se alcanzaron los Objetivos de Desarrollo del Milenio marcados por Naciones Unidas en 2000, ya que unos 795 millones de personas siguen padeciendo subnutrición crónica en nuestro Planeta, buena parte de ellos africanos. Puede suponerse que la tendencia revirtió al alza, ante la drástica merma de las partidas de ayuda al desarrollo, debido a la crisis económica internacional iniciada en 2007, agravada por la actual pandemia del Covid-19. Sin embargo, muchos de los países afectados poseen recursos suficientes -materias primas comercializadas-, pero no satisfacen las necesidades primarias de sus ciudadanos. No pocos Gobiernos, inducidos o presionados por sus antiguas potencias coloniales, acreedores de la abultada deuda externa y otros intereses económicos y comerciales, potencian las importaciones en detrimento del abastecimiento del mercado interno, impidiendo realizar políticas agrarias que garanticen la necesaria soberanía alimentaria -derecho a decidir qué quieren cultivar para su propio consumo- agravando así su dependencia secular: un porcentaje no desdeñable de sus ingresos revierte de nuevo hacia los países industrializados por la importación de artículos de primera necesidad.

Panorama al cual se sobrepone el compulsivo acaparamiento de tierras en el Continente, habitualmente asociado a la privatización de las fuentes acuíferas. Fondos de inversión, capital privado y grandes sociedades agrícolas especulan con los terrenos y expulsan a parte de su población. La región subsahariana es la más afectada, por su tierra abundante y fértil, mano de obra barata, legislación laboral y fiscal laxa y menores costes de producción. Según el estudio ¿Acaparamiento de tierras u oportunidad de desarrollo? Inversiones agrícolas y acuerdos internacionales para la compra de tierras en África, realizado por el Instituto Internacional para el Medio Ambiente y el Desarrollo, a petición del Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola y la FAO, publicado en mayo de 2009, ante el desafío provocado por el cambio climático, la preocupación por la seguridad alimentaria y energética y la creciente demanda de productos agrícolas para la industria, países como China, Arabia Saudí, Italia, Noruega, Alemania, Dinamarca, Reino Unido, Francia y España están garantizando sus suministros agroalimentarios, con vistas a futuras exportaciones, mediante la adquisición de inmensos predios en Ghana, Senegal, Sudán del Sur, Sudán, Mali, Etiopía, Camerún, Nigeria, Guinea Ecuatorial, República Democrática de Congo, Kenia, Uganda, Tanzania, Zambia, Mozambique o Madagascar. La madrileña Fundación Sur anota que las tierras así enajenadas superan los 63 millones de hectáreas. La cultura tradicional africana facilita estas transacciones al menos inescrupulosas: el terreno, considerado bien comunal, pocas veces está escriturado; lo cual aprovechan los gobiernos -autoerigidos en propietarios titulares en nombre del Estado- para venderlos a inversores foráneos; pero los beneficios no revierten en los aldeanos expropiados, que quedan abocados a la servidumbre donde fueron dueños, al paro o a la emigración. Los sistemas que rigen nuestros países carecen de suficientes mecanismos para proteger los intereses de sus compatriotas; opacidad, descontrol y desequilibrio en las transacciones determinan acuerdos que transgreden la propia soberanía.

La aplicación dogmática de conceptos desmotiva en sociedades de subsistencia precaria. Se silencia -o se difunde insuficientemente- la existencia de un infesto basurero en el delta del Níger. La compañía Shell, y otras, explotan hidrocarburos en la región de Ogoniland desde 1958, cuyo impacto sobre los moradores fue calificado como “desastroso” por un informe del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), publicado en 2011. Las disputas de empresas y Gobiernos extranjeros por controlar esa importante región de suministro energético provocaron la crónica inestabilidad de Nigeria, cuyo punto álgido fue la secesión de Biafra. La guerra civil subsiguiente (1967-1970), presentada ante el mundo como “guerra tribal”, causó unos tres millones de muertos, sobre todo por hambre y enfermedades conexas, además de cuatro millones de refugiados. Aunque la reconstrucción material fue relativamente fácil gracias al flujo de los petrodólares, perviven sus efectos políticos y morales. Desde los inicios, las poblaciones afectadas denuncian y protestan contra las consecuencias prácticas de la explotación petrolífera sobre su vida: generalizada y severa contaminación de tierras, aguas y bosques, con niveles ocho veces superiores a los permitidos según los estándares internacionales; en algunos casos, el agua contiene niveles de un conocido cancerígeno 900 veces superior al señalado en las directrices de la Organización Mundial de la Salud. Lo cual, obvio es, inutiliza la tierra para la agricultura y ríos y mares para la pesca, principales actividades económicas de los pueblos ribereños, condenados al hambre y a la emigración.

La frustración ante la inacción de los sucesivos gobiernos de Lagos -no en vano Nigeria figuró siempre entre los Estados más corruptos- impulsó a los propios habitantes a la acción, al principio pacífica, en defensa de su hábitat y medios de vida. En 1992 el escritor y activista Ken Saro-Wiwa fundó el Movimiento para la Supervivencia del Pueblo Ogoni (MOSOP); las empresas cesaron su producción “tras la violencia contra nuestro personal y nuestras instalaciones”, según adujeron, y los ecologistas, defensores de sus derechos, fueron presentados en Europa y Norteamérica como “terroristas”. La reacción del entonces dirigente nigeriano, general Sani Abacha, fue la represión: apresó, condenó a muerte y ahorcó al activista en 1995. Cuando el conflicto fue titulares en la prensa internacional, la Shell aceptó limpiar la basura acumulada. Cuatro años después, un estudio de Amnistía Internacional (AI) y el Centro para el Medio Ambiente, Derechos Humanos y Desarrollo (CEHRD) seguía constatando el grave deterioro ecológico en distintas zonas de explotación de crudo, cuyas conclusiones son claras: restos de chapapote en la tierra, capas de aceite en el agua, debilitamiento de los cultivos locales; “los vertidos de petróleo causan un impacto devastador en los campos, los bosques y los caladeros de los que dependen los alimentos y medios de vida de la población del delta del Níger -señala el investigador Mark Dummett-. Si alguien visita estos lugares verá y olerá cómo la contaminación se ha extendido”. “Este informe prueba que Shell ha tenido un impacto terrible en Nigeria, aunque lleve decenios negándolo impunemente, al afirmar con falsedad que aplica las más estrictas normas internacionales en su trabajo”. La petrolera informó en numerosos comunicados que había limpiado varias zonas; sin embargo, Naciones Unidas denunció en 2012 que “no se había hecho nada”, pues los vertidos de años anteriores “se extendían más”. Casi una década después, solo en el 11 % de la amplia extensión polucionada se han iniciado los trabajos de limpieza, según las últimas investigaciones realizadas por diversas ONG. Mientras las multinacionales gastan millones en “ecoblanquear” su imagen, decenas de miles de personas continúan sufriendo las consecuencias de su negligencia. Medios como Nigerian Medical Journal aseguran que la contaminación reduce un 60 % la seguridad alimentaria en la región, y aumenta un 24 % la malnutrición infantil.

El delta del Níger es una de las regiones más contaminadas del mundo. Informes del PNUMA alertan de que, en la mayor parte del Delta, de 70 000 km², se superan en dos tercios los niveles nacionales de contaminación. Han convertido un paraíso natural en desastre ecológico y social y destruido su riquísima biodiversidad. “Sin limpieza no hay justicia”, “Shell no puede quedar impune: seguiremos luchando hasta que se haya eliminado el último resto de petróleo de Ogonilandia”, continúan gritando los damnificados, según recogen ONG como la nigeriana CEHRD, AI, Amigos de la Tierra y Environmental Rights Action en un documento publicado a mediados de 2020. Hechos que están en el origen del surgimiento de grupos violentos que cuestionan la eficacia de la resistencia pacífica, como el Movimiento para la emancipación del Delta del Níger (MEND) y Los Vengadores del Delta del Níger, que adoptaron tácticas de guerrilla: sabotaje de oleoductos, robo de material militar y secuestro de extranjeros, acciones que terminan a menudo en muerte de civiles y militares. Tales ataques redujeron las exportaciones petrolíferas de Nigeria a niveles de hace 20 años, origen de la incontenible inflación que hoy padece el país.

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