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Ecologismo, hambrunas y otras miserias ocultas (II)

Ecologismo, hambrunas y otras miserias ocultas (II)
Imagen: Bela Geletneky en Pixabay
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Donato Ndongo

Su Antología de la literatura guineana (1984) es considerada como la obra fundacional de la literatura guineana escrita en español.

Además de muerte y daños irreversibles en la salud de miles de personas, la basura tóxica europea provocó -y todo indica que continúa provocando- contaminación en el fondo y en la superficie de su mar territorial y en los ríos, en un país árido

La defensa medioambiental requiere equidad. África emite el 3 % de la toxicidad mundial, pero el calentamiento le afecta con desproporcionada intensidad. Si, según algún pronóstico, la temperatura aumentase entre 1,5 °C y 2 °C, los agricultores perderían entre el 40 % y el 80 % de las tierras de cultivo de maíz, mijo y sorgo en los próximos 15 años, según datos del Banco Mundial (BM). Pactos internacionales incumplidos privan al continente de financiación, con efectos sobre su producción agropecuaria, seguridad alimentaria y salud; unidos desastres naturales previsibles y comportamientos abusivos impuestos desde los países desarrollados, crece el éxodo migratorio, cuyas secuelas -conflictos e inestabilidad- asoman. Ejemplo prístino, ente muchos, es Somalia. De 2008 a 2012, se consideró el golfo de Adén la zona más peligrosa del mundo por los constantes ataques a navíos que transitan por esa región sensible, paso obligado desde el Canal de Suez a Oriente Próximo y Asia. Cuando el comercio internacional acordó reprimir la grave amenaza de la piratería, los medios ocultaron realidades subyacentes que explican los motivos de las poblaciones locales para hostigar a las embarcaciones occidentales. Necesario contextualizar, de modo sucinto, el embrollado cúmulo de factores que hicieron de Somalia un “Estado fallido”. El mundo no se percató de ello hasta que el dictador Mohamed Siad Barre fue derrocado, en enero de 1991, por una coalición opositora, el Congreso de Somalia Unificada. “Buen amigo” de Estados Unidos, en el poder desde 1969, su conato de resistencia desde el exilio degeneró en una caótica guerra civil que enfrentó a diversos clanes, alguno apoyado por Al-Qaeda. La violencia extrema y la consiguiente inestabilidad condujeron a la desintegración del Estado; en consecuencia, se produjo una severa crisis humanitaria, pretexto esgrimido por Naciones Unidas para desplegar una llamada “fuerza de interposición”, liderada por Washington, cuyos notorios abusos están documentados. Señalan observadores imparciales que, lejos de las razones humanitarias, la intervención norteamericana se produjo para asegurar el control de ricos pozos petrolíferos; meses antes de huir de la capital, Mogadiscio, Siad Barre había otorgado derechos de exploración a las compañías Conoco, Amoco, Chevron y Philips. Diversos analistas anotaron entonces que el presidente George H. W. Bush (padre) era prócer destacado de la élite petrolera de Texas, dirigió la CIA bajo la presidencia de Gerald Ford y fue vicepresidente con Ronald Reagan.

La inestabilidad sembró el caos en Somalia, uno de los países más pobres según los Índices de Desarrollo. Mientras su población vivía el infierno, ciertas empresas descubrieron un paraíso. Desde finales de los años ‘80 y la década de 1990, centrales nucleares y hospitales de Italia, Suiza, Francia y Alemania “exportaron” toneladas de desechos tóxicos en sus costas y espacio marítimo, aprovechando un conflicto ya endémico, en ausencia de autoridad estatal. Investigaciones de Greenpeace, publicadas en Italia en 1997, revelan que empresas exportadoras de basura tóxica, residuos industriales, plásticos y desechos electrónicos negociaron, desde 1992, con los “señores de la guerra” para obtener los permisos correspondientes a cambio de armamento, a un costo 400 veces inferior a su almacenamiento en Europa, resguardando a sus propios ciudadanos de contaminación. La periodista italiana Ilaria Alpi y el cámara que la acompañaba, Miran Hrovatin, asesinados en 1994, habían acumulado pruebas sobre estas transacciones.

El terremoto de Sumatra, de diciembre de 2004, cuya onda alcanzó la costa oriental africana, aportó la evidencia: en diversos lugares de la Somalia meridional aparecieron contenedores oxidados con desechos tóxicos arrojados por el tsunami, incluso a diez kilómetros tierra adentro. Sus extensas y bellas playas de arena blanca sobre el Índico fueron un importante recurso económico; Somalia había sido un reputado destino turístico, y Mogadiscio era conocido como “la Perla del Índico”. Hoy, el Departamento de Estado Norteamericano y demás Gobiernos occidentales desaconsejan a sus ciudadanos viajar a Somalia, por la inseguridad. No fue lo peor: la población padecía súbitas y agudas dolencias crónicas, desconocidas e inexplicables, y, con la aparición de los contenedores oxidados arrojados por las olas, comprendió por qué sus hijos nacían sin extremidades, por qué había cada vez más gente con hemorragias bucales y abdominales y enfermedades respiratorias y dermatológicas irreversibles. En condiciones sanitarias de precariedad extrema, los escasos médicos locales trataron más casos de cáncer en un año que en toda su vida profesional. En 2005, el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente certificó la existencia de depósitos de uranio radiactivo, peróxido de hidrógeno, cadmio y mercurio en las costas de Somalia. Además de muerte y daños irreversibles en la salud de miles de personas, la basura tóxica europea provocó -y todo indica que continúa provocando- contaminación en el fondo y en la superficie de su mar territorial y en los ríos, en un país árido. Junto a ello, pérdida de la biodiversidad, contaminación del suelo, deforestación; muere la escasa vegetación en bosques y praderas, cuya secuela es la grave inseguridad alimentaria por la merma de la producción de sorgo y maíz y la reducción de los pastizales para la ganadería. Tan drástica degradación del ecosistema empeoró las ya precarias condiciones de vida de los 9,3 millones de habitantes; cifra estimativa, ante la compleja situación del país: emigración exterior, 1,4 millones de refugiados y desplazados interiores (el último censo oficial es de 1975). Así -informan diversos organismos internacionales- 2,7 millones de somalíes apenas tienen qué comer en este 2021; otros 2,9 millones malviven al albur de lo que puedan pillar: la vida de 5,6 millones de personas depende de la caridad internacional; especialmente niños, que nunca han tenido un entorno de normalidad, según funcionarios locales de UNICEF.

Particular atención merecen los recursos marinos. Con 3025 km de litoral, Somalia compensó siempre la escasa productividad de sus áridas tierras con la amplitud de su mar exclusivo. Pero buques europeos y asiáticos que frecuentan sus costas desde 1991 les arrebataron el pescado, su alimento por excelencia. A la pesca ilegal, amparada en el caos reinante, se sumaron los residuos tóxicos que contaminaron aguas y subsuelo marino, imposibilitando una actividad practicada desde siglos. Pescadores autóctonos que faenaban con medios artesanales fueron desplazados por barcos industriales. Informes de Naciones Unidas aseguraron en 2006 que la captura ilegal de peces y mariscos por barcos de la Unión Europea y otros países había supuesto para Somalia pérdidas valoradas en más de 300 millones de dólares anuales. La sobreexplotación causa estragos: en caladeros antes fértiles escasean hoy especies como atún, caballa, camarón, langosta o sardinas. El negocio es suculento: los mismos buques que suministran armas a las facciones guerrilleras o transportan residuos radioactivos regresan a sus países repletos de peces. No debería extrañar, pues, que tales abusos generasen sentimientos negativos contra los europeos y avivasen la necesidad de combatir la explotación. Quienes perdieron sus medios de vida y sustento destinaron sus precarias embarcaciones a intentar frenar, o al menos entorpecer, el desembarco de basura nuclear y la captura ilegal, actos considerados “piratería” y “terrorismo” en Occidente. Naciones Unidas certificó los vertidos de residuos tóxicos y reforzó su asistencia mediante el Programa Mundial de Alimentos; al mismo tiempo, el Consejo de Seguridad promulgó las Resoluciones 1816 y 1838, de 2008, a cuyo amparo, protegiendo sus intereses, Occidente desplegó fuerzas navales y vigilancia aérea para reforzar la seguridad marítima. Tal poderío parece haber “pacificado” la zona, pero es obvio que apuntaló el yihadismo en la región; surgieron grupos como Al Shabab, cuyos sangrientos atentados agudizan la inseguridad; insurgencia que, según datos fiables, apoya el 70 % de los somalíes, al percibirla como forma de defensa nacional.

La ONG Basel Action Network (BAN) publicó en 2017 el informe Agujeros en la economía circular: Fugas de los residuos electrónicos en Europa, según el cual Estados Unidos, Canadá, China y 10 países de la Unión Europea, incluida España, conculcan el Convenio de Basilea al verter sus residuos electrónicos en países en vías de desarrollo. Nigeria, Ghana o Tanzania reciben cantidades apreciables de las 352 000 toneladas de esa basura, que causa daños personales y ecológicos irreparables. Al carecer de infraestructuras adecuadas para reciclar los desechos, terminan siendo quemados al aire libre, exponiendo a poblaciones y cultivos a escandalosos índices de contaminación por metales pesados altamente tóxicos: cadmio, mercurio y otras sustancias cancerígenas. Trabajo a menudo realizado por niños, sin protección alguna para su salud.

Poblaciones desplazadas por causas políticas, desastres naturales o degradación de su hábitat llegan al lago Chad intentando rehacerse como pescadores; pero esa secular fuente de vida y sustento va mermando: sus aguas menguaron un 90 % desde 1960, por deforestación y polución desde la época colonial, y posteriores prospecciones mineras, regadíos incontrolados, crecimiento demográfico y desertización. En el último medio siglo, un área de 638 mil kilómetros cuadrados al sur del Sáhara es ya desierto. Entre el cúmulo de estudios sobre el cambio climático, aparece un dato: en el siglo actual se acelerará el calentamiento en África a ritmo superior a la media global, y, en algunas regiones occidentales del continente, se producirá una o dos décadas antes que en el resto del planeta. Diversos organismos estiman que 143 millones de personas carecerán de agua potable en 2050; arrecian sequías y hambrunas; la aridez galopante esteriliza el suelo; merma la biodiversidad. Por ello, como señaló Jim Yong Kim, expresidente del BM, el principal reto para los africanos es hacer frente a sequías, inundaciones y las variaciones estacionales, para garantizar la alimentación de sus ciudadanos, al ser prioridad la seguridad alimentaria. Desafíos que pueden llevar al pesimismo, sobre todo en los arenales del norte, el Sahel y el Cuerno de África, donde viven 500 millones de personas, casi la mitad de la población continental. La pomposa Cumbre de la Tierra (Río de Janeiro, 1992) acordó revertir estas tendencias para 2020; del dicho al hecho… Perspectiva descorazonadora que en 2007 movilizó a unos 20 Estados saharianos, organismos internacionales, investigadores y sociedad civil. Avalada por la Unión Africana, surgió la Iniciativa Sahel, o Gran Muralla Verde de África; sus 780 millones de hectáreas mancomunadas pretenden contener los efectos del cambio climático, la desertización y la pobreza, y lograr la seguridad alimentaria. La idea es plantar una línea de árboles, de 8000 kilómetros de longitud y 15 de anchura, de Senegal a Yibuti. «No se trata de una línea o de una muralla de árboles en el desierto. Es una metáfora para expresar la solidaridad entre los países y sus socios y un mosaico de intervenciones de recuperación y de gestión sostenible de la tierra», aseguran sus promotores. Debería completarse en 2030, pero el proyecto no solo adolece de escasez de medios económicos y logísticos, también amenaza su éxito la hostilidad de grupos islamistas fanatizados en regiones de Mali, Burkina Faso y Níger.

Artículo redactado por Donato Ndongo-Bidyogo. Puedes leer la primera parte aquí.

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