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Alemania reconoce, al fin, el genocidio de hereros y namas

Alemania reconoce, al fin, el genocidio de hereros y namas
Imagen: En Wikimedia Commons De Desconocido - Ullstein Bilderdienst, Berlin
Antoni Castel Tremosa

Antoni Castel

Doctor en Ciencias de la Comunicación, miembro de GESA

De acuerdo con el texto adoptado por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1948, genocidio es el acto “cometido con el intento de destruir, en su totalidad o en parte, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso”.

El Gobierno alemán ha reconocido, más de 100 años después de haberse cometido, el genocidio perpetrado por las tropas coloniales contra los hereros y namas, dos pueblos de la entonces África del Sudoeste Alemana, Namibia en la actualidad. El reconocimiento es fruto de un acuerdo, negociado durante cinco años, en el que el Gobierno alemán se compromete a compensar a Namibia con 1100 millones de euros en 30 años, destinados a la construcción de infraestructuras, mejorar la salud pública y en programas de desarrollo comunitario.

El genocidio, el primero del siglo pasado, comenzó en enero de 1904, en respuesta a una rebelión de los hereros contra la ocupación de sus tierras y confiscación de su ganado por parte de los alemanes. En octubre del mismo año, se rebelaron los namas. En los primeros meses de la revuelta, los hereros llevaron la iniciativa, gracias a su capacidad de movimiento por unas tierras que conocían muy bien. Ante la imposibilidad de doblegarlos, el Gobierno alemán envió al general Lothar von Trotha, que había combatido en las guerras de Prusia contra Austria y Francia y en China, contra los boxers.

Von Trotha fue expeditivo: ordenó el exterminio (Vernichtungsbefehl) de los hereros, a los que se calificaba como “salvajes”, que debían salir del “país, porque no son considerados ciudadanos alemanes”. Espoleados por su general, las tropas coloniales envenenaron los pozos de agua, ejecutaron a miles de hereros y llevaron a campos de concentración a las mujeres y los niños. Acabada la campaña contra los hereros, la emprendió contra los namas, que corrieron la misma suerte.

Como resultado de los expeditivos métodos de Von Trotha, murieron entre 65 000 y 100 000 hereros y 10 000 namas, el 80 % de la población. Los que no murieron ejecutados o a causa del hambre o la sed en el desierto, sucumbieron por el maltrato en los campos de concentración. En el más importante, en la isla del Tiburón (Shark Island), murieron unas 3000 personas, obligadas a trabajar en la construcción de los ferrocarriles y en la cercana ciudad de Luderitz.

Aunque el término genocidio fue definido años más tarde, en 1944, por el jurista judío polaco Raphael Lemkin, la política de exterminio de las dos comunidades, herero y nama, llevada a cabo por las tropas coloniales al servicio del emperador Guillermo II, puede ser calificada de genocidio. De acuerdo con el texto adoptado por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1948, genocidio es el acto “cometido con el intento de destruir, en su totalidad o en parte, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso”.

Como han destacado muchos historiadores, los alemanes utilizaron durante el nazismo algunas de las prácticas desarrolladas por el general Von Trotha. Al calificar a los hereros y namas como pertenecientes a una especie subhumana, alógena, aunque vivieran allí desde hacía milenios, se eliminaban los impedimentos morales a su exterminio. En Namibia, al igual que en la Alemania nazi con los judíos, se les señaló, persiguió, ejecutó y encerró en campos de concentración. Si no eran humanos, se les podía dejar morir de hambre y sed en el desierto, y usar como mano de obra esclava. Incluso, los científicos podían experimentar con sus cuerpos, llevados a Alemania para confirmar la delirante teoría de la superioridad racial alemana. Cuarenta años más tarde, Mengele haría lo mismo con judíos y presos de las zonas ocupadas.

La campaña de Von Trotha no solo dejó cadáveres a su paso. Cien años después, los descendientes de los hereros y namas que sufrieron la agresión destacan que también perdieron su cultura y fueron despojados de sus tierras, entregadas a los colonos alemanes. La marginación de dichos pueblos continuó bajo la soberanía de Sudáfrica, que recibió el mandato de la Sociedad de Naciones de administrar el territorio tras la derrota de Alemania en la Primera Guerra Mundial. En Namibia, denominada entonces África del Sudoeste, Sudáfrica implantó las mismas leyes raciales en vigor en su país, que limitaban el acceso a la tierra a la población no blanca y les negaban cualquier derecho. Unas leyes que se endurecieron a partir de 1948, con la implantación del apartheid tras la victoria en Sudáfrica del Partido Nacional en las elecciones parlamentarias, en las que solo votaron los blancos. La soberanía, y el fin de las leyes discriminatorias, se alcanzó en 1990, con la independencia.

El paso dado por Alemania es importante para resarcir, aunque sea simbólicamente, el daño causado por la colonización, que fue perversa y brutal en su esencia. Pero se ha tardado demasiado, como si el reconocimiento llevara aparejada una humillación de Alemania ante una modesta nación africana, Namibia. Modesta, pero bien gestionada, como lo confirman los indicadores de gobernanza, libertad de prensa y respeto de los derechos humanos, que la sitúan en los primeros puestos de África y por delante de algunos países europeos.

El paso alemán lo deberían seguir otras potencias coloniales, a las que les cuesta aceptar, sin ambages, su responsabilidad en matanzas, el expolio de tierras y el saqueo de bienes culturales. En este sentido, el presidente Emmanuel Macron ha sido valiente al reconocer las conclusiones de una comisión de expertos que señala que la presidencia de François Mitterrand apoyó al Gobierno racista hutu que cometió el genocidio de los tutsis en Ruanda, en 1994. El gesto de Macron, con su visita a Kigali el pasado mayo, ha permitido mejorar las deterioradas relaciones entre los dos países. Quizás también sería hora de afrontar la devolución de los bienes culturales africanos. Debería ser una política de Estado, que no dependiera de la voluntad de los museos, públicos o privados, como ahora. Si las obras de arte fueron robadas, como así fue en la mayoría de los casos, deben ser devueltas a sus propietarios, y si no se encuentra a sus descendientes, deben ser entregadas a los estados de donde llegaron. La presencia del botín colonial en los museos europeos no es una ayuda si queremos fortalecer las relaciones con los países africanos.

Artículo de Antoni Castel, investigador del Grup d’Estudis de les Societats Africanes (GESA).

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