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Egipto está en venta

Egipto está en venta
El liberalismo iniciado en 1974 hizo que la economía egipcia comenzara a endeudarse. Imagen: Alex Azabache para Pexels
El liberalismo iniciado en 1974 hizo que la economía egipcia comenzara a endeudarse. Imagen: Alex Azabache para Pexels
Jaume Portell Cano

Jaume Portell

Periodista

“O morimos de hambre o nos defendemos”, Hamdy Hossin, obrero y sindicalista egipcio.

La parte más importante de la fábrica es la que compra el algodón”, dice Ibrahim Salem Mohamedin, antiguo encargado de Misr Helwan, una las empresas más importantes de la historia de Egipto. “Comprábamos una cuarta parte de la producción de algodón de Egipto y lo hilábamos aquí en la fábrica”, añade. El documental “The factory”, publicado en 2012, muestra la trayectoria de esta planta textil que llegó a representar el 20% de las exportaciones egipcias al mundo: sus toallas, su ropa o sus uniformes sirvieron tanto para conseguir divisas como para vestir al ejército egipcio. Sus vaivenes reflejan la historia moderna del país norteafricano, desde la lucha por la independencia hasta las reformas liberales de los 80, pasando por el socialismo sin socialistas de Nasser.

En un momento del documental, Mohamedin dice una frase lapidaria: “En 1974 empezó el liberalismo económico. Consumíamos más de lo que producíamos. Fue un gran error”. Egipto, que fue absorbido por el imperio británico en 1882 por un impago de deuda tras la caída de los precios del algodón, se encuentra de nuevo en la encrucijada. Una década después de la revolución que tumbó a Hosni Mubarak, el país se está vendiendo, casi literalmente, a trozos.

“En 1974 empezó el liberalismo económico. Consumíamos más de lo que producíamos. Fue un gran error”

Ibrahim Salem Mohamedin

Tal y como reconoció el propio presidente egipcio, Abdel Fattah Al Sisi, Egipto lleva muchos años gastando más de lo que ingresa y pidiendo prestado para tapar el agujero resultante. No es una cuestión de la manera de ser de los egipcios, es el funcionamiento de las finanzas internacionales: para que algunos países tengan superávits comerciales -más ventas al exterior que compras- otros deben tener déficits. No todos pueden tener superávits a la vez, a no ser que fueran capaces de encontrar la demanda en algún lugar extraterrestre. Los déficits de un país generan ganancias en otras latitudes. Entre los beneficiarios de las importaciones egipcias se hallan, por ejemplo, los fabricantes de armas de los países más ricos, que pueden contar con un cliente fiel en un país muy influido por su ejército. O los vendedores de trigo, cruciales para garantizar que todos los egipcios puedan comer pan: el país produce 10 millones de toneladas anuales de trigo, pero consume 20 millones. Todos los países buscan el equilibrio entre satisfacer las necesidades del interior y adaptarse a las demandas del exterior, y a veces se rompen unos cuantos platos por el camino. Hoy Egipto se halla en esta situación: el año que viene tendrá que pagar 20 000 millones de dólares a sus acreedores -en 2012 pagaba poco menos de 3000 millones-, y deberá racionar entre los pagos regulares de importaciones y sus obligaciones con los prestamistas.

La primera devaluación

El FMI requirió una reducción del valor de la moneda al estado egipcio en 2016. El gobierno de Al Sisi dejó de intentar aguantar el valor de 8 libras por dólar, y rápidamente la divisa egipcia perdió la mitad de su valor hasta situarse en 16 libras por dólar. Con la pérdida de valor de la moneda se buscan dos efectos: el primero, que el país no gaste tantos dólares -al ser estos más caros; el segundo, que sus productos sean más baratos en el exterior y consigan más compradores. Ambos buscan reducir el déficit comercial para que Egipto pueda exportar más de lo que importa. Otra consecuencia colateral es, también, el turismo: los visitantes de países que usen el dólar o el euro, de repente, se convierten en una fuente de dinero vital para el país; y, para ellos, Egipto estará más barato que nunca. La jugada de 2016 es el equivalente a apretar el cinturón de todos los trabajadores egipcios: sus sueldos valen mucho menos en dólares, los productos importados que compren -como el pan hecho con trigo ucraniano- serán más caros, y sus ahorros -en caso de tenerlos- valdrán más o menos la mitad de lo que valían.

La jugada es beneficiosa para el capital extranjero y la gente con información privilegiada. La clase alta, los funcionarios o los trabajadores de la ONU cambiarán todas las libras egipcias de las que dispongan por dólares americanos días antes del anuncio de la devaluación. Su acción contribuirá, a pequeña escala, al acaparamiento y la escasez de dólares que, a su vez, hundirá aún más la moneda local. El capital extranjero se encontrará con un país con salarios más bajos y productos más competitivos que vender en el exterior, o con un gobierno dispuesto a conseguir dólares como sea. Por ejemplo, vendiendo bonos del estado a un 5% o un 6% de interés.

Estos movimientos se pueden ver, a gran escala, a través de los acreedores de la deuda egipcia. En 2016 los prestamistas eran, en su mayoría, estados como Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos, Kuwait, Alemania o el Banco Mundial. En 2021, solamente cinco años después, la deuda se había duplicado y la mitad del stock se lo repartían entre prestamistas privados, el FMI y el Banco Mundial. Los estados habían sido más prudentes desde 2016, pero los inversores privados se lanzaron a comprar deuda egipcia: la cantidad en sus manos se multiplicó por ocho. En 2019, cuando Egipto colocó algunos de sus bonos, ya se intuía que la devaluación no había relanzado la economía. La llegada del covid tumbó la última posibilidad de convertir en rentables algunas de las inversiones faraónicas del estado egipcio: el turismo se desplomó y Egipto se quedó con las deudas de haber construido museos, hoteles e infraestructuras, pero sin los ingresos que habían calculado que obtendrían con ellos.

El futuro se juega en el Nilo

Seguir la historia del algodón es seguir la historia de Egipto, pero es un elemento geográfico el que definirá el futuro del país: el río Nilo. De sus aguas dependen el algodón -el 10% de las exportaciones del país son ropa y productos textiles- el trigo y el maíz. Durante décadas, la falta de acceso a los alimentos básicos se ha paliado con subsidios del gobierno para comprarlos. El FMI insiste en retirarlos por completo, pero el gobierno egipcio es consciente de que la revolución de 2011 empezó, en parte, por el aumento de precios de la comida. Y mira de reojo como el régimen de Omar-al Bashir, en el vecino Sudán, cayó en 2019 por motivos similares.

La voluntad de Etiopía de poner en marcha una presa en el Nilo es la principal preocupación egipcia. Este país del África oriental quiere aumentar su producción eléctrica para impulsar su propia industria textil: un doble golpe para Egipto, que sumaría un competidor para su ropa y se quedaría sin parte del agua con la que riega sus cultivos. Si actualmente produce la mitad del trigo que necesita para alimentar a su población, con menos agua necesitaría comprar aún más trigo en el exterior – y gastar más dólares. Si la ropa etíope es más barata que la de Egipto -el salario de un trabajador textil etíope es de 40 dólares, la mitad que un obrero egipcio-, Egipto podría perder mercados donde vender su ropa -e ingresaría menos dólares. La inflación y los problemas que aquejan a los países afectados por la presa -Etiopía, Sudán y Egipto- han aplazado temporalmente el debate, pero su resolución definirá las próximas décadas de los 270 millones de personas que viven en los tres territorios. El árbitro lo encontrarán, seguramente, en algún punto de Oriente Medio.

Arabia Saudí, Emiratos Árabes y Qatar son ricos en petróleo y gas, poseen fondos soberanos que controlan más de 2 billones de dólares en activos -más que toda la economía española, con un PIB de 1,4 billones- y tienen un problema común: son secos y necesitan producir comida con la que alimentar a su población. En los casos de Qatar y Emiratos, su superficie es, además, muy pequeña. Su influencia en las zonas bañadas por el Nilo es una necesidad: tienen mucho dinero, pero son pobres en agua; Sudán, Egipto y Etiopía, en cambio, son más pobres pero tienen agua. Por ese motivo diferentes inversores de Oriente Medio han comprado terrenos en los tres países, y necesitan garantizar que les lleguen las exportaciones de trigo o maíz, pero también de tomates, naranjas, lechugas o cebollas.

Tal y como explicaba en abril el corresponsal en Egipto Marc Español, “en el documento que acompaña al acuerdo de 3000 millones de dólares que Egipto y el Fondo Monetario Internacional (FMI) firmaron en diciembre de 2022, El Cairo declaró que había identificado un grupo de empresas estatales cuyas participaciones esperaba vender para recaudar 2500 millones de dólares antes de junio.” Los principales interesados en comprar esas empresas vienen de tres países: Emiratos Árabes, Arabia Saudí y Qatar. Han inyectado el dinero con el que Egipto ha sobrevivido hasta hoy, y ahora tienen prioridad a la hora de comprar las 32 empresas estatales a la venta. El proceso de privatización no ha arrancado como esperaban las autoridades egipcias: tras otra devaluación -ya son necesarias 30 libras egipcias para conseguir un dólar de Estados Unidos-, los inversores esperan que la moneda se estabilice. No quieren dar el paso demasiado pronto y ver como sus activos pierden valor a las pocas semanas.  Con todo, el agujero financiero de Egipto es de 5000 millones de dólares, según explicaba Español en su artículo en ‘The Monitor’. Ni siquiera vendiendo todo lo que esperaban las autoridades conseguirían la cantidad que necesitan.

Bancos, hoteles, mineras y petroleras

Más allá del sector agrícola, las empresas a la venta abarcan todos los sectores de la economía egipcia. La gran pregunta es qué pasará si Egipto completa su proceso de privatización. Algunas de estas empresas son propiedad del ejército, el estamento más influyente de la vida política egipcia: si se completaran las ventas, su peso en la economía nacional disminuiría. En lo que respecta a los ciudadanos de a pie, cabe preguntarse qué pasará con ellos cuando los nuevos propietarios de esas empresas -algunas con un poder de mercado considerable- decidan recuperar su inversión subiendo los precios de los productos. Deberán hacer frente a ese aumento del coste de la vida con salarios que ya han perdido prácticamente todo el poder adquisitivo.

En un momento de ‘The Factory’, uno de los trabajadores recuerda una de las frases más emblemáticas de los huelguistas que protestaban contra la creciente desigualdad salarial en los 80: «Ellos comen pollo: nosotros estamos hartos de comer judías. Y las judías ya están cansadas de nosotros». Hacia el final del documental aparece Nagy Haider, otro trabajador que se une a una protesta cuando nota como, meses después de la caída del régimen de Mubarak en 2011, el pueblo sigue viviendo mal: ‘Cobro 550 libras egipcias. ¿Qué puedo hacer con un salario tan bajo?’, dice. Cuando pronunció esa frase, hace una década, ese salario era el equivalente a unos 90 dólares. Ahora son 18.

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