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Faidherbe o la fascinación por el verdugo

Faidherbe o la fascinación por el verdugo
Sidiya Diop, Príncipe Heredero del reino del Walo.
Sidiya Diop, Príncipe Heredero del reino del Walo.

Boubacar Boris Diop

Novelista, ensayista, dramaturgo y guionista considerado uno de los grandes escritores actuales de África.
Sidiya Diop, Príncipe Heredero del reino del Walo.
Sidiya Diop, Príncipe Heredero del reino del Walo. Imagen de Sen360.

Por Boubacar Boris Diop. «El arte supremo de la guerra es lograr someter al enemigo sin librar batalla», Sun Tzu. Miles de nosotros pasamos, todos los días de Dios, frente al Théâtre National Daniel Sorano. ¿Qué sabemos de su padrino, quien, al parecer, fue un gran actor francés? La respuesta a esta pregunta es tan simple como perturbadora: no sabemos nada del señor Sorano. Más allá de una insignificante casualidad biográfica – a principios del siglo pasado su padre fue secretario judicial en Dakar -, nada más lo vincula a nuestro país. De su rico repertorio, ni una sola pieza está remotamente relacionada con África, y mucho menos con Senegal donde, por otra parte, jamás puso un pie.

Lo mismo podría decirse del filósofo Gaston Berger, de quien una de nuestras mejores universidades lleva su nombre. El «inventor de la prospectiva» – como a Léopold Sédar Senghor le gustaba curiosamente presumir cada dos por tres-, nacido en Saint-Louis, nieto de Fatou Diagne, abandonó sin embargo Senegal a una edad muy temprana y, por lo que sabemos, nunca jamás regresó.

Que la historia de la humanidad sea aquello que subsiste en el alma de los vivos con el paso de los años es algo que no se nos escapa. ¿Pero qué es más absurdo que una memoria histórica que gira en el vacío? No se le puede pedir a un pueblo que cultive la memoria de personalidades con las que nada lo conecta y que no han tenido impacto alguno en su destino. Sin embargo, a juzgar por estos dos ejemplos, esto es a lo que Senghor nos invitaba. Bajo el mismo pretexto chic e irritante de «mestizaje cultural» o «civilización de lo universal» a este teatro lo podría haber llamado «Aleksandr Pushkin» o «Alexandre Dumas».

Sin embargo, en mi humilde opinión, lo más extraordinario es que una situación tan cómica jamás nos haya producido ni frío ni calor. En su día nadie pensó que era necesario susurrar respetuosamente al oído del poeta-presidente: «¿Por qué no Cheikh Aliou Ndao, Aimé Césaire, Douta Seck o Doura Mané?» entre otras figuras teatrales de renombre. Podría ser que, en el fondo, nos importen un bledo estos nombres en las fachadas de los edificios públicos. O también podría ser que prefiramos evitar cualquier enfrentamiento con nuestro verdadero pasado, tan complicado e incluso vergonzoso en muchos sentidos, como nos recordó delicadamente Fadel Dia en el periódico Sud Quotidien.

Mapa de Senegambia, 1707. Guillaume Delisle, Wikipedia.
Mapa de Senegambia, 1707. Guillaume Delisle, Wikipedia.

Permítanme dar otro ejemplo de este deseo de amnesia que debe tener raíces muy profundas. A finales de octubre de 1986, el Presidente Abdou Diouf y su Ministro de Cultura, Makhily Gassama, hicieron construir el mausoleo de Lat-Dior en el último campo de batalla de nuestro héroe nacional. Antes de esta loable iniciativa, el pueblo de Dékheulé y su famoso pozo estaban totalmente abandonados, como pude comprobar con asombro en aquella ocasión. Pues bien, a finales de 2017, un artículo publicado en el periódico Le Quotidien nos informaba de que treinta años después el lugar se había vuelto aún más miserable que antes. Viniendo de un pueblo tan ansioso de exaltar a sus valientes ancestros, actitudes como estas nos incitan a hablar, cuanto menos, de esquizofrenia. De hecho, no se ha insistido suficientemente en que desde el propio Lat-Dior hasta Aline Sitoé Diatta, pasando por Alboury Ndiaye, Cheikh Omar Foutiyou Tall, Sidiya Ndaté Yalla Diop y tantos otros, la epopeya de nuestras figuras heroicas suele terminarse con la pura y simple desaparición de sus cuerpos, a menudo lejos de su patria. Tombuctú. Dosso, en Níger. Los acantilados de Bandiagara. El bosque gabonés de Nengué-Nengué. Estas son algunas de las lejanas tierras en donde se perdieron sus rastros. ¿Para siempre? Esperemos que no.

A fin de cuentas, solo una dejadez de memoria puede explicar el que desde 1960 no haya habido una imponente estatua -que podría haber sido, opinemos lo que opinemos de él, la de Senghor – que simbolice nuestro acceso a la soberanía internacional. ¿El monumento de la Reinassance? Esos gigantes maleducados ni siquiera se dignan a mirarnos a los ojos. Se dice que están ocupados observando el sol. Bien por ellos. De haber sido elefantes o cachalotes, no nos dirían mucho más.

Discurso de Valdiodio N'diaye en la plaza Protêt (1958).
Discurso de Valdiodio N'diaye en la plaza Protêt (1958).

Estas reflexiones me vienen al hilo de la polémica actual a propósito de un tal Louis-Léon César Faidherbe. A este general francés casi caricaturesco – espeso bigote, binoculares, mentón voluntarioso, uniforme resplandeciente- Senegal le ha declarado su amor de mil y una maneras. Además de la estatua y la plaza que hoy son el centro de todas las controversias, se le han dedicado una avenida, un hotel, algunas calles y, lo último pero no menos importante, el puente de Saint-Louis. Y esto no es todo, ya que en Dakar otra de sus estatuas ha presidido hasta agosto de 1983 el patio de la actual Casa Militar, frente al Palacio de la República.

El así glorificado ha masacrado, saqueado, violado, quemado aldeas y aplastado a nuestro pueblo en todo momento con su desprecio racista. El profesor Iba Der Thiam resumió sus sangrientas proezas con sobriedad: «En ocho meses», dijo, «Faidherbe ha matado a 20.000 senegaleses». Y esto calculando por lo bajo. Todos estos crímenes están bien documentados y nadie se ha atrevido a cuestionarlos a día de hoy. Ser tan desapasionado es revolcarse en el lodo para encontrar la más mínima excusa a un conquistador tan brutal. Durante el asedio de Fatick, el guerrero, como embriagado por su propia crueldad, soltó en un momento de abandono filosófico: «¡A esta gente la matamos, no la deshonramos!». Bonito cumplido, justo cuando estaba descuartizando a los nuestros. Pero así es: a Senghor le gustó tanto este comentario condescendiente que lo retomó en un suntuoso poema en Chants d’ombre antes de convertirlo en el lema del ejército nacional, una de las instituciones sin embargo más respetadas de este país. Es hora de cuestionarnos esta humillante anomalía. 

¿Cómo llegamos aquí?

Mi generación y las que la precedieron no son ejemplo de reproches. Nosotros, los mayores, hemos cometido errores y por eso la campaña ‘Faidherbe debe caer’, iniciada por los jóvenes, no puede librarnos de la reflexión. Estamos obligados a admitir que los símbolos de la colonización nos rodean desde hace sesenta años y que, seamos francos, nunca han molestado a mucha gente. Confieso con descaro que no me he librado de esa extraña indiferencia. En el punto álgido de esta disputa sobre la estatua de Faidherbe, me ha fascinado este vacío emocional, ese vaivén mental que impide a la víctima sentir los grilletes en sus pies a menos que le lleve a amar su música… Señalar con el dedo esta especie de dulce locura no es tirar la primera piedra a quien quiera que sea. Sé que no estoy en posición de presentar, a golpe de grito patriótico, cargos contra una desafortunada estatua. Después de todo, a pesar de los años que pasé en Saint Louis, nunca me percaté de su incongruencia o tal vez siquiera de su existencia. Que yo sepa, aparte de la incendiaria carta que Ousmane Sembène escribió a Senghor en 1978, nadie había protestado contra la estatua de Faidherbe antes de la campaña actual. ¡Y Dios sabe si miles de rebeldes tuvieron la oportunidad de hacerlo en la turbulenta St. Louis! Ndar-Géej los ha visto desfilar, mujeres y hombres de oposición que tenían todas las razones del mundo para intentar un pequeño estallido contra este opresor extranjero que continúa gritando victoria desde ultratumba. Si tantos enemigos del orden colonial o neocolonial han pasado a diario al lado de este grito de rebeldía, fue probablemente no tanto por una blandura ideológica como por una distracción bien comprensible.

Imagen de la web y la campaña Faidherbe doit tomber (Faidherbe debe caer).
Imagen de la web y la campaña Faidherbe doit tomber (Faidherbe debe caer).

La realidad es que, a fuerza de fundirse con el paisaje, el monumento erigido en 1886 por comerciantes franceses había terminado por hacerse invisible. Y contrariamente a lo que podríamos pensar, no es gran cosa. No estamos hablando de una escultura gigante plantada en el corazón de la ciudad burlándose de ella desde la cima de quién sabe qué gloriosa epopeya colonial. Sin ser obviamente una cosita cualquiera, la estatua de Faidherbe no está ni siquiera, por decirlo así, a la altura de su mala reputación. La plaza que la alberga está fuera del centro y es estrecha, y la obra en sí, aunque al aire libre, da la impresión de estar encajada o incluso desechada. Por lo tanto es normal que en un siglo y medio, la imagen, liberada de cualquier carga política, haya terminado por justificar su única legitimidad en una forma de derecho del primer ocupante de esa plaza. El monumento está justo ahí, prisionero del pasado, con tan poca resonancia en la vida de la gente que se vuelve irreal. ¿Cómo podría perturbar? Pero, al mismo tiempo, ¿cómo podemos resignarnos a que ya no esté? Este es sin duda el dilema de los habitantes de la ciudad. No de todos sus habitantes, me imagino, ya que a mi parecer uno puede ser Saint-Louisien, nativo de Saint-Louis, sin ser Doomu-Ndar (hijo de Saint Louis). De estos últimos es de quienes hablamos aquí. Puede que estén menos atormentados por la desaparición de la figura de Faidherbe -a la que rara vez prestaron atención- que por el agujero que tal operación podría arriesgadamente cavar en su memoria. Pero hay razones para temer que lo único que les quede de aquí a poco sean sus ojos para llorar: si alguna vez alguna estatua estuvo en el punto de mira de la muerte, es ésta. De hecho, su destino parece haberse definitivamente sellado desde aquella mañana de 2017 en la que el viento entró en el baile, ocupándose de arrancarla y de tirarla por los suelos. ¿Un mero capricho meteorológico? Es posible, pero nos será muy difícil explicar a los escépticos por qué el viento eligió golpearla al alba un 5 de septiembre, aniversario de la condena a siete largos años de exilio en Gabón de Cheikh Ahmadou Bamba, que ocurrió en el palacio de enfrente…

Fuera como fuese, esta tormenta nocturna dio ideas a los jóvenes activistas que crearon hace tres años el colectivo “Faidherbe debe caer”. En la oleada del movimiento Black Lives Matter, sus iniciadores, entre los cuales están Khadim Ndiaye, Pape Alioune Dieng, Thierno Dicko y Daouda Guèye, han logrado cambiar la tendencia por completo. Son jóvenes y esto tiene sentido, porque a pesar de las apariencias, lo que está en juego tiene más que ver con el futuro que con el pasado, como muestra el llamamiento que les lanzó Pierre Sané. De hecho, su acción consistió en agarrar por el brazo a los transeúntes en los bordes de las carreteras – ¡y en las autopistas de la información! – para decirles: «Miren bien al Toubab subido en esta estatua con la infame mención »¡El agradecido Senegal!» y a preguntarles, después de relatarles las atrocidades cometidas por el bárbaro: «¿Es normal que hagamos de nuestro verdugo un héroe?» Por supuesto que es un escándalo, una vergüenza, una prueba de un perturbador autodesprecio. Eso es lo que casi todo el mundo ha pensado desde siempre, sin encontrar tiempo para pararse a pensar. Ahora las palabras no acaban de materializar esta ira dormida durante mucho tiempo, inconsciente de sí misma. Y esas palabras que ahora cristalizan todas las pasiones en torno a Faidherbe son lo peor que le podía pasar. Sus víctimas van a despertarlo de entre los muertos para asegurarse de que su segunda muerte será, nos atrevemos a decir, la definitiva. Al fin y al cabo, pasar frente al monumento dedicado a Faidherbe sin preguntarse sobre su presencia se ha hecho, simplemente, imposible. Y solo eso es ya más que una victoria para los militantes del colectivo. Desconozco si los partidarios del mantenimiento de la estatua son mayoría en Saint Louis, pero eso ya no importa demasiado. Faidherbe está muriéndose de manera natural, y cada palabra de esta disputa, sea a favor o en contra de él, es un clavo más en su ataúd. Mi amigo Louis Camara dijo la otra noche por televisión: «Si la estatua de Faidherbe desaparece, puede que sienta cierta nostalgia, pero en ningún caso arrepentimiento”. Esto es a la vez valiente y de un refinamiento muy Saint-Louisien, pero creo también haber oído unas palabras de despedida…

Visita de Sekou Touré a Dakar.
Visita de Sekou Touré a Dakar.

Por otra parte, es importante saber que en este momento de pleno apogeo de la controversia, Faidherbe descansa en paz en una pequeña sala del CRDS (Centro de Investigación y Documentación de Saint-Louis). El debate gira pues sobre un monumento «decapitado» a causa de las obras en la plaza. Según las autoridades, la estatua debería volver a su pedestal entre enero y marzo de 2021. La situación que se ha creado es, cuanto menos, insólita, y se hace difícil saber qué pensar al respecto. Ni siquiera se excluye que ésta sea una artimaña del gobierno para deshacerse del problema sigilosamente, al estilo senegalés en cierto modo. Pero, sean cuales fueran sus intenciones, habrá simplemente logrado hacer ganar puntos a los oponentes del exgobernador. De hecho, sacar a Faidherbe del camino no fue para ellos un asunto de poca monta. Ahora, todo lo que tienen que hacer es mantenerse movilizados para asegurarse de que no vuelva a ser instalado. Esta tarea es infinitamente más fácil desde que el asesinato de George Floyd ha hecho que los focos del mundo entero se hayan puesto en todos los símbolos de la «ferocidad blanca» – para hablar como lo hizo Amelia Plumelle-Uribe – en relación a las otras razas humanas. Ni siquiera durante la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos y la lucha contra el apartheid, el antikemitismo había sido condenado tan universalmente. Es difícil imaginar cómo el poder de Macky Sall podría ignorar esto. Volver a instalar a Faidherbe por miedo a enfadar a París sería, en el contexto actual, una declaración de servidumbre tan espectacular que nadie creería lo que ve. Esto haría que el mundo entero se riese de nosotros, justo en un momento en que los mismos franceses empiezan a hartarse del personaje. Y las autoridades de nuestro país tampoco podrán salir del apuro haciendo desaparecer la estatua y actuando como si nunca hubiera existido. Por desgracia para estas, hasta que la plaza no se desbautice, el problema – su problema – seguirá vivo.

De hecho, la historia se está acelerando y hay señales inequívocas: la cuestión principal ahora es por quién reemplazar a Faidherbe. Dos destacadas figuras políticas, Mary Teuw Niane, antiguo Ministro de Educación Superior, y Aminata Touré, ex Primera Ministra y actual presidenta del Consejo Económico, Social y Medioambiental, se han posicionado claramente contra este insultante vestigio de la época colonial. Otro ex ministro, esta vez de Educación Nacional, el profesor Iba Der Thiam, había allanado el camino en 1984 al dar al Lycée Faidherbe el nombre de Cheikh Omar Foutiyou Tall. Y dicho sea de paso, fue también gracias a Iba Der Thiam que en Kaolack, el mismo año, el Lycée Gaston Berger – ¡qué coincidencia! – se renombró Valdiodio Ndiaye. El famoso puente de Saint-Louis y una gran avenida de Dakar esperan su vez para ser rebautizados. Todo esto puede dar la impresión de un ensañamiento contra este administrador colonial. No es el caso. Senegal ha visto muchos Toubabs como este, pero ninguno de ellos sigue siendo tan invasivo tantos años después de su muerte. Quienes lo defienden, no sin vergüenza de hecho, deberían preguntarse por la híper-celebración de tal individuo. Ousmane Sembène hizo bien al increpar al presidente de la época en términos bastante duros: «¿No ha dado nuestro país mujeres y hombres que merecen el honor de ocupar las fachadas de nuestros institutos, colegios, teatros, universidades, calles y avenidas?». Es una excelente pregunta. Y aunque la respuesta parezca obvia, también debemos preguntarnos, con toda honestidad, por qué sigue siendo relevante casi medio siglo después.

Litografía del abad P. David Boilat representando a Ndeté-Yalla, reina de Walo  (Wikipedia)
Litografía del abad P. David Boilat representando a Ndeté-Yalla, reina de Walo (Wikipedia)

Si hay una lección que aprender de la historia de las relaciones entre las naciones, es que un pueblo conquistado nunca se cura del todo las heridas de la derrota. En definitiva, no hay nada nuevo bajo el sol, y los africanos no son los únicos a quienes Europita ha impuesto su voluntad de poder a lo largo de los siglos. Allá donde fuera, Europa primero destruyó reinos a sangre y fuego, antes de ingeniárselas para moldear lentamente, casi con ternura, como un alfarero su arcilla, los cerebros de las élites. El haber debilitado así a los humanos y a sus Dioses le permitió dislocar a su favor la producción económica y las relaciones sociales.

La historia de Senegal es un ejemplo de manual de este proceso de fabricación de marionetas por parte del maestro que vino del otro lado del mundo. Me refiero aquí al intento de Faidherbe, afortunadamente infructuoso, de convertir a Sidiya Diop, Príncipe Heredero del reino del Walo, en un blanco de piel negra. La historia, cierta dejando de lado sin embargo algunos detalles, es difícil de creer. Y más increíble aún es que tan pocos senegaleses la conozcan.

Destinado a regir sobre el reino del Walo, Sidiya Diop era el hijo de la Reina Ndaté Yalla Mbodj, cuya memoria tanto aprecia nuestro pueblo. De hecho, Aminata Touré ha propuesto recientemente que la Plaza Faidherbe lleve en adelante su nombre. Sidiya tenía tan solo diez años cuando fue enviado por fuerza a la École des Otages de Saint-Louis. Impresionado por su vivacidad mental y su precocidad, Faidherbe se empecinó, con su habitual determinación, a hacer del futuro soberano un extraño entre los suyos, un ser humano totalmente diferente del que fue al nacer. Si hoy en día seguimos llamándolo Sidiya Léon Diop es porque en el momento de su bautismo cristiano, Faidherbe había añadido su propio nombre al del adolescente. Fue, literalmente, un ejercicio de devoramiento del alma del joven. En la escuela francesa, Sidiya Léon Diop era tan brillante que Faidherbe no dudó en inscribirlo en el Lycée Impérial de Argel. Pero a Sidiya no le gustaba la ciudad y al cabo de dos años su poderoso protector le hizo regresar a Saint-Louis, donde completó su formación en un establecimiento religioso. Niño bien, buen católico, de altas capacidades, mimado por los colonos y, según dicen, apasionado de la estrategia militar, Sidiya Léon Diop lo tenía todo para estar contento con su destino. Vividor, estaba muy a gusto con los trajes, modales, comida y la lengua de los toubabs. Sobra señalar que, formateado para despreciar a los suyos, no se privó de hacerlo.

Así fue hasta el día en que, en una concentración pública en Mbilor, el griot Madiartel Ngoné Mbaye se negó a cantar, como era de esperar, las alabanzas de Sidiya Léon Diop. Cuando este último quiso saber por qué se comportaba así, el griot le respondió: «¡Sidiya, ya no puedo cantarte porque ya no te reconozco, no vistes como nosotros, no actúas como nosotros y nadie en el Walo comprende las palabras que salen de tu boca!». Sin duda, el príncipe heredero de Walo ya no estaba cómodo consigo mismo, porque de inmediato reconoció que había errado, y comenzó su segunda metamorfosis que llegó, según dicen, hasta no pronunciar ni una sola palabra en francés. También se reconcilió con la religión de sus antepasados, se deshizo del «Léon» que le había endilgado su mentor y se convirtió de nuevo en Sidiya Ndaté Yalla Diop.

Para Faidherbe, que se había sentido apuñalado por la espalda, el giro drástico de su «hijo» era una declaración de guerra. Y esta tuvo lugar, pero más tarde. Sidiya Ndaté Yalla acabó por levantarse en armas contra los sucesores de Faidherbe y les impuso, a golpe de éxito militar, sus concesiones. Aprisionado en Bangoye, exiliado en el bosque de Nengue-Nengue en Gabón, Sidiya se hizo tan popular entre los colonos de la época, que decidieron traerlo de vuelta a Senegal sin el conocimiento de la administración francesa. Cuando el coronel Brière de Lisle supo que el barco que lo transportaba había atracado en el puerto de Dakar, subió a bordo y le dijo que lo matarían en el mismo momento en que desembarcara. El mismo barco lo llevó de vuelta a Gabón. Sidiya Ndaté Yalla Diop, que no alcanzaba todavía la treintena, se dio  cuenta entonces de que no volvería a ver su tierra natal. Una noche de junio de 1878, se pegó un tiro en el corazón.

A partir de estos hechos históricos es fácil entender por qué Sidiya Ndaté Yalla Diop debería haber estado en el centro de la controversia actual. Debido a su relación personal con Faidherbe, todo lo que se dice y se evoca actualmente trae a la memoria implícitamente el trágico y singular destino de Sidiya. Y sin embargo durante un siglo y medio todo ha estado sucediendo como si nunca hubiera existido. Puede ser que su memoria se perpetúe de alguna manera en el Walo, pero eso sería una excepción. Sin embargo, su brusco giro de Mbilor no fue banal, porque con el tiempo podemos pensar que modificó profundamente el curso de nuestra historia política. De hecho, todo parece indicar que Faidherbe lo preparaba para la magistratura suprema, como se dice hoy en día. Subteniente del ejército francés con solo veinte años y habilidoso en el arte de la guerra, podría haberse convertido en el primer general o incluso en el primer gobernador negro del imperio colonial francés. De haber sido así, hoy sería la referencia absoluta de nuestro país, siempre tan dispuesto a extasiarse ante cualquier compatriota que lograra ser «el primer-loquesea-negro». Se trate de Blaise Diagne, Léopold Sédar Senghor o Lamine Guèye, en nuestro país no faltan ejemplos de grandes carreras políticas construidas sobre este tipo de malentendidos. En cualquier caso, lo que es casi seguro es que si Faidherbe hubiera logrado sus objetivos con Sidiya, Senegal tendría hoy en día un aspecto muy diferente. Y probablemente no para mejor…

Imagen de la época del primer gobierno de Senegal independiente, con Mamadou Dia (Wikipedia).
Imagen de la época del primer gobierno de Senegal independiente, con Mamadou Dia (Wikipedia).

Liberar a nuestras arterias principales de los nombres de Jules Ferry, Pompidou, Charles de Gaulle y otros Béranger-Ferraud es un verdadero trabajo de salubridad pública. Sin embargo, la disputa actual – un asunto serio donde los haya – va mucho más allá de unos pocos bulevares y monumentos. Nos sitúa en el centro de formidables desafíos históricos porque de esto trata principalmente del propósito de nuestra presencia en la tierra. De ahí que no sea sorprendente el vínculo establecido fácilmente entre la consigna “Faidherbe debe caer” y el eslogan Black Lives Matter. Es el prisma a través del que hay que analizar la elección existencial de Sidiya Ndaté. Además de habernos permitido leer, concretamente en su demasiado corta vida, toda nuestra relación con la ocupación extranjera, fue lo que podríamos llamar un resistente estratégico. Su lucha anticolonialista nunca fue a corto plazo y nunca estuvo amenizada por alianzas o giros dictados por la relación de fuerzas en el terreno. Su propia desventura le hizo tomar consciencia de que más allá de la trivialidad de los juegos de poder, el objetivo del ocupante es el de destruir en los pueblos conquistados lo que los humaniza, su imaginario y su sentido moral. Hasta su captura, trató de persuadir a sus homólogos de la necesidad de una gran coalición contra la ocupación extranjera. Sin éxito, como hemos visto.

Este gran hombre merece que el Estado senegalés haga todo lo posible para que sus restos sean repatriados desde Gabón. Los responsables electos de Dagana parecían estar activos en este sentido hace unos años, pero parece que este asunto ya no está en la agenda. En su momento Sékou Touré logró que los restos de Amamy Samory Touré regresaran desde Libreville. Para nuestro país, la oportunidad de seguir sus pasos es un ahora o nunca. Sería un buen guiño a la historia si la caída de Louis-Léon César Faidherbe se tradujera en un triunfal retorno del exilio de Sidiya Ndaté Yalla Diop.

Boubakar Boris Diop es novelista, ensayista, dramaturgo, guionista y periodista y es considerado uno de los grandes escritores actuales de África. Fundó la editorial  EjoWolof  Books en la que se publican obras escritas en wolof, lengua senegalesa aunque también se habla en otros países de la región de África occidental. Esta contribución de Boubakar Boris Diop apareció publicada en el portal de información senegalés SenePlus el pasado mes de julio y ha sido traducida al español por Alba Rodríguez-García.

Alba Rodríguez-García es docente e investigadora en la Facultad de Lettres et Sciences Humaines (LSH) de la Université Gaston Berger (Senegal) y formadora del Pan-African Masters Consortium on Interpretation and Translation (PAMCIT). Sus investigaciones se centran en los estudios de traducción poscoloniales y decoloniales, las literaturas africanas y la ética y crítica de la traducción. Asimismo es traductora e intérprete de conferencias en la subregión.

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