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Oportunidades del COVID-19 para África y viceversa. Pistas de investigación

Oportunidades del COVID-19 para África y viceversa. Pistas de investigación
Es importante visibilizar el rol del factor género en la lucha contra éste y otros episodios de salud. Imagen: Juan Cepero.
Es importante visibilizar el rol del factor género en la lucha contra éste y otros episodios de salud. Imagen: Juan Cepero.
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Albert Roca Álvarez

Profesor Titular de Antropología. Universitat de Lleida
Es importante visibilizar el rol del factor género en la lucha contra éste y otros episodios de salud. Imagen: Juan Cepero.
Es importante visibilizar el rol del factor género en la lucha contra éste y otros episodios de salud. Imagen: Juan Cepero.

Por Albert Roca. Estos apuntes parten del reconocimiento de la incertidumbre de la comunidad experta internacional sobre la propagación del COVID-19 en África y sobre las formas de reaccionar ante el mismo. El objetivo es presentar a los actores y actrices implicados, un cuadro de partida sencillo sobre los consensos actuales de la comunidad científica al respecto, así como ofrecer y solicitar la colaboración continuada en investigación que dicha incertidumbre reclama.

Aunque la evolución del COVID-19 en Asia, Europa y Estados Unidos ha permitido aprender mucho y rápido sobre el SARS-Cov2 y sobre cómo minimizar los perjuicios que puede causar en los seres humanos[1], es preciso reconocer que aún sabemos menos de lo que ignoramos y que muchos de estos aprendizajes no son automáticamente aplicables a otras regiones del planeta. Querría llamar la atención sobre las diferencias perceptibles en los países al sur del Sáhara. Y hacerlo desde los acuerdos, siempre relativos, de investigación, distanciándome del más o menos bienintencionado síndrome de Casandra que muchos medios enarbolan para conjurar dicha ignorancia: la experiencia muestra que la dureza de los mensajes o el recurso a presuntas cifras hiperbólicas de sufrimiento jamás constatadas (como, por ejemplo, los anuncios reiterados durante las dos últimas décadas de posibles millones de muertes por parte de los sistemas de alerta alimentaria, en Etiopía o en el Sahel) no han incrementado ni los flujos de inversión ni de solidaridad en África.

El análisis de la combinación de singularidades ecológicas, demográficas, socioeconómicas y culturales está llevando a algunos científicos[2] a cuestionar para el continente la adopción automática de los dos principales modelos de reacción frente al COVID-19[3], al menos, tal como han sido puestos en práctica hasta ahora: por un lado, voces críticas desaconsejan el confinamiento general porque sus efectos previsibles sobre el tejido socioeconómico sugieren un balance sanitario final negativo; por otro lado, anuncian que la detección masiva y el aislamiento medicalizado de personas infectadas es inviable a escala nacional, dadas las limitaciones asistenciales de los SNS (Sistemas Nacionales de Salud) en el continente.

En consecuencia, se requerirían soluciones y estrategias específicas, a medida[4] para las sociedades africanas, bien diversas aún compartiendo singularidades. Esta actitud implica impulsar la asociación de la investigación a la intervención en toda la reacción frente al COVID-19; investigación no sólo virológica, sino, tal vez sobre todo, focalizada en los factores y potenciales sociales africanos en la respuesta epidemiológica.

¿Es razonable este cuestionamiento de los modelos dominantes de contención del COVID-19 y la consecuente nueva demanda de investigación? Creo que sí. Las interpretaciones que cuestionan la viabilidad al sur del Sáhara de dichos modelos hasta ahora dominantes no sólo parecen más coherentes con los datos de la pandemia que tenemos en este momento, por parciales que sean, sino que también son más consecuentes con lo que sí sabemos sobre la salud en África subsahariana, más allá de las alertas internacionales, pero incluyendo sin duda el brote del Ébola de 2014. Numerosos observadores consideran que este conocimiento se está infrautilizando, con lo cual, se vuelve a correr el riesgo de impulsar, como en el pasado, estrategias que impliquen desviar los escasos recursos sanitarios actuales, prácticamente todos ellos esenciales en la situación de penuria de la región, o acentuar la dependencia exterior, algo que históricamente ha debilitado los sistemas asistenciales africanos.

Incorporar dichas interpretaciones críticas en los programas de todos los agentes implicados, desde gestores políticos hasta investigadores o miembros de la sociedad civil, permitiría contemplar de forma realista los potenciales y los déficits singulares de las sociedades africanas, con el objeto de optimizar la aplicación en el continente de los conocimientos acumulados por la OMS y los países con experiencia en la gestión del  COVID-19.

Entre las singularidades ecológicas, las climáticas y las demográficas se han relacionado con el  COVID-19. La inmensa mayoría de la población al sur del Sáhara vive en la región intertropical. Pese a algunos desmentidos prematuros, los datos disponibles apuntan que el clima de esta región podría revelarse poco propicio a la reproducción del SARS-CoV2, con lo cual la morbilidad, la velocidad de contagio y la mortalidad podrían ser sensiblemente inferiores a las observadas en la franja templada[5]. Nuevamente, esta pista, aunque no demostrada, encaja con informaciones previas respecto a la gripe o a otros coronavirus, por incompletas que sean[6]. Si bien es cierto que la prevalencia de enfermedades respiratorias (el otro gran factor de riesgo en las infecciones del SARS-CoV2) es mal conocida en África y podría ser más alta de lo que reflejan los escasos informes[7], por no hablar de la existencia común de otras afecciones debilitadoras asociadas a la pobreza, también parece más que probable que estos factores se acumulen en las relativamente raras personas ancianas o en criaturas de corta edad, uno de los grupos más focalizados por los programas de asistencia primaria selectiva (salud materno-infantil) en las últimas décadas. En consecuencia, no parece prudente descartar que la climatología subsahariana podría ser un factor relevante de “aplanamiento” de la curva de propagación del  COVID-19, constituyendo un horizonte de estudio necesario.

Por lo que se refiere a las singularidades demográficas, encrucijada entre factores sociales y naturales, la más importante es la juventud y el dinamismo de la pirámide poblacional, diametralmente opuesta a la de las sociedades más afectadas en Europa y Asia[8]; la segunda, la menor concurrencia de viajeros en África subsahariana respecto a las áreas más afectadas, un flujo que aún se ha visto más limitado con la caída del transporte y los bloqueos de trayectos desencadenados por la declaración de la pandemia. Dado que el virus parece mucho menos activo entre jóvenes y niños[9], así como dada la ausencia de instituciones que promuevan la concentración cotidiana de personas mayores (sin esas residencias, que han resultado verdaderas “trampas” en España, por ejemplo), es esperable que la demografía africana sea otro factor coadyuvante de aplanamiento de la curva de avance de la Covid19.

La previsión de la posibilidad de una menor aceleración del crecimiento del  COVID-19 en África no conduce, ni quiere conducir, a la inacción, pero sí permite modular la alarma social y estimular la asociación de la investigación empírica en las estrategias diseñadas para los distintos escenarios africanos[10]. Esta modulación es un factor clave sobre el que volveré. Conviene recordar que es el intento de evitar el colapso del sistema sanitario, ante el temor a un aumento abrupto de las demandas, en particular de enfermos hospitalizados y en UCI, lo que justifica la adopción de medidas tan costosas socioeconómica y psicosocialmente como los confinamientos o las detecciones masivas[11]. Así pues, la ecología de la salud subsahariana permite dudar del patrón de avalancha y, por lo tanto, de la utilidad de generalizar patrones de confinamiento.

Esta previsión refuerza las que se extraen de las singularidades socioeconómicas que, como ya he señalado, desautorizan la aplicación mimética de los modelos de confinamiento general y de detección masiva[12].

El primero, el gran confinamiento, no resulta factible en razón de los altos porcentajes de población que viven al día, de la agricultura, de los pequeños oficios urbanos, del comercio…, las poblaciones que deben recurrir diariamente a redes interpersonales de intercambio y de ayuda mutua ante la hostilidad del mercado, la ausencia de servicios garantizados por el estado y las bien conocidas limitaciones de la cooperación internacional. La pieza clave es la pequeña dimensión de los estados africanos que deberían regular todos estos flujos. Los aparatos administrativos absolutamente insuficientes legados por la colonización han sufrido enormes presiones desde finales de los 70, para reducir o congelar sus presupuestos y sus potenciales. El crecimiento sostenido en muchas economías africanas desde mediados de los 90 no ha alterado significativamente este déficit, en gran parte debido a los compromisos relacionados con la deuda o con el flujo de inversiones y capitales. Es poco realista, si no cínico, pensar que, en una crisis como la producida por un cierre sanitario, los estados africanos puedan poner en marcha medidas excepcionales y efectivas de apoyo a las personas desempleadas o enfermas. La insostenibilidad del modelo de confinamiento ya se está evidenciando en aquellos países pioneros en su implementación, como Sudáfrica o Rwanda; por otra parte, es bien difícil establecer hasta dónde llegan confinamientos parciales en Madagascar (Antananarivo y Toamasina) o Nigeria (Lagos), Ghana o Kenia, o hasta qué punto las “fugas” de los aislamientos podrían flexibilizarlos y facilitar su aplicación.

Por otra parte, si la imposibilidad de soportar el confinamiento llegase a provocar actos masivos de desobediencia, la incapacidad efectiva de las instituciones para hacerlo cumplir, a causa de la exigüidad de sus medios, podría degenerar con facilidad en una violencia con pretensiones ejemplarizantes por parte del estado. Numerosas voces han alertado frente a un posible repunte del autoritarismo en la sociedad global, no sólo en África. Un repunte justificado por un nuevo imperativo categórico, asentado a su vez sobre la coartada indiscutida de la salud: así, el paso de la salud internacional (desde la creación de la medicina tropical hasta los ODM), y sus vergonzosas fronteras sanitarias, a la salud global para todos (desde Alma Ata hasta los ODS) podría tener un lado oscuro. Pero tal vez sea en África donde los riesgos de materialización de esta perspectiva distópica se antojen más inmediatos y preocupantes. La opción de la violencia económica a través de la imposición de multas -el primer refuerzo negativo, más o menos legitimado, del modelo en Europa y Asia- es inexistente cuando el grueso de los colectivos más afectados se halla por debajo o cerca del umbral de la pobreza extrema. Luego resulta grande la tentación de recurrir a formas más físicas, brutales y públicas, en nombre de su “pedagogía social”, en tanto que despotismo ilustrado[13].

Parece innecesario insistir en la conveniencia de prevenir o atajar este tipo de deriva: la violencia política es considerada unánimemente como uno de los condicionantes principales del déficit de desarrollo humano en África subsahariana, incluido el componente de salud; y el estado es con mucho el principal productor de violencia política en África. Ahora bien, este rechazo de la violencia física no implica forzosamente una descalificación del autoritarismo: numerosos analistas, agencia y gobiernos han “apostado” en distintos momentos por regímenes más o menos autoritarios en nombre de la estabilidad. De hecho, respecto al COVID-19, diversos países, y no sólo China, ya parecen estar legitimando una gestión autoritaria del bien público en tanto que más eficaz, más garante del bienestar básico, de la salud. Incluso en los países que se creen democráticos, encuestas publicadas por el “cuarto poder”, interrogando a la población sobre quién debe tomar decisiones, los políticos o los expertos, corren el peligro de auspiciar un “gobierno de los buenos”, bien poco democrático.

Sin embargo, un análisis riguroso de la situación del COVID-19 (y de otras situaciones comparables) tiende a desmentir estos lugares comunes. Si bien en países desarrollados con amplios niveles de cobertura sanitaria, la implicación estatal en la gestión parece una de las claves para una respuesta exitosa, no está igualmente claro que dicho éxito sea proporcional al autoritarismo y al centralismo top-down en la toma de decisiones. Los indicios apuntan más bien lo contrario: cuando las medidas surgen de la implicación de actores y de la coordinación consensuada, los resultados podría ser mejores en su conjunto[14]. Esta coordinación equivale en la toma de decisiones a la libre circulación de información en la comunidad científica (paradójicamente restringida por el liberalismo económico): en contra de la imagen demagógica de una opinión científica única (“verdad”), las explicaciones de los especialistas de diferentes campos suelen tener implicaciones bien diferenciadas que se deben conjugar continuadamente en función del bien público. Nada mejor que este proceso incesante de crítica abierta y constructiva para modular la alerta social de la Covid19 en África y evitar el secuestro del alarmismo por parte de las facciones en lucha por el poder.

Naturalmente, la desautorización del confinamiento general para el conjunto del África al sur del Sáhara no conlleva rechazar completamente el concepto. Tal como ya están haciendo algunos países (Nigeria, Madagascar), siempre se pueden ordenar cierres parciales (como los de la enseñanza o el ocio colectivo) o confinamientos selectivos allí donde se pudiera asegurar su efectividad, y una vez acordada su conveniencia. Por otra parte, también se podrían retener de manera general componentes del modelo como la promoción de disposiciones de distanciamiento en el trato cotidiano (en situaciones tales como los imprescindibles mercados locales), o la adopción de prácticas higiénicas sostenibles –una iniciativa cuya interiorización desborda el marco del COVID-19-.

De hecho, el apoyo estructural al sistema de salud, con efectos previsibles más allá de la pandemia actual, debería ser un criterio clave a la hora de optar entre distintas medidas. La reflexión sobre la desautorización del segundo modelo dominante, el de detecciones masivas, permite ahondar en este aspecto crucial. Aunque el aislamiento de los enfermos es deseable en África como en cualquier otro lugar, los grandes déficits del sistema asistencial imposibilitan la universalización de los test y el consiguiente control médico de las personas positivas. Se confiese o no, los mismos obstáculos, las restricciones de acceso a los test y la complejidad de organizar “misiones sanitarias” para ir a buscar al SARS-CoV2 en lugar de esperarlo, han impedido la adopción de este sistema, en principio el más prometedor, en muchos países europeos. Con todo, los SNS africanos sí se podrían aproximar de manera selectiva al modelo de detección-aislamiento, por ejemplo, dirigiéndolo primordialmente hacia sus profesionales sanitarios, que también deben trabajar en las mejores condiciones de protección posibles, dada la dificultad de substituirlos. Probablemente, la mejor forma de garantizar estas acciones restringidas sea a través de convenios de cooperación internacional entre instituciones sanitarias (hospitales, centros de salud pública, grupos de investigación sanitaria), convenios que pueden continuarse más allá de la pandemia en beneficio de todas las partes implicadas. Este tipo de acción reforzaría el sistema de salud y tendría un gran efecto con una inversión limitada.

En esta misma dirección, una acción coordinada de los gobiernos africanos para conseguir material para el tratamiento hospitalario de los casos graves una vez aislados, como reclaman algunos analistas, también podría ser una medida ventajosa en un mercado tan salvaje como se está mostrando el sanitario, sin embargo, es poco probable. De hecho, a nadie se le escapa que las ayudas serán insuficientes, probablemente disminuidas por la tensión a la que están sometidas las economías de los propios países donantes (Francia, el Reino Unido o Alemania, pero también probablemente los BRICS, aunque China y quizás también la India puedan resurgir antes). Ahora bien, esto no quiere decir que los sistemas nacionales de salud estén condenados al colapso, a no ser que sean las autoridades quienes lo provoquen, prescribiendo y forzando un uso obligatorio de las instalaciones, cosa que vuelve a antojarse poco probable.

¿Por qué no temer la saturación catastrófica de unos servicios de asistencia sanitaria que ya resultan claramente insuficientes para sus poblaciones de referencia en situaciones de “normalidad”? En realidad, el miedo al colapso de los reducidos sistemas asistenciales africanos proyecta en buena medida expectativas sanitarias propias de Europa sobre las sociedades subsaharianas; e ignora o finge ignorar que el 3r ODS, “Garantizar una vida sana y promover el bienestar para todos y en todas las edades”, no ha presupuestado su ambición de salud global. En muchos países africanos los muy limitados recursos sanitarios -instalaciones y personal- permanecen infrautilizados. Y no es tanto por barreras reales, como las frecuentes dificultades de acceso físico (distancia y transporte de los enfermos potenciales) o imaginarias o imaginadas, como unos presuntos prejuicios culturales en general inexistentes (ese supuesto apego atávico a remedios y terapias locales). Las razones fundamentales estriban en un cálculo establecido por los usuarios y usuarias potenciales en función de experiencia anteriores, experiencias que han provocado que las gentes no confíen en ser debidamente atendidas, y ello por todo un cúmulo de razones: el copago, las limitaciones de los patrones de asistencia primaria selectiva (del tipo GOBI-FFF) imperantes en el continente, el abandono de los hospitales públicos, la falta escandalosa de personal cualificado en barriadas, provincias, y zonas rurales, o la rutina de una medicina de campaña con objetivos muy restrictivos (vacunas, aspectos de salud materno-infantil….). Vuelve a ser improbable que las administraciones contrapesen esta falta de confianza con medidas más o menos apoyadas por la ayuda internacional, con lo cual, es probable que los SNS no se vean desbordados inmediatamente, al menos no antes de mejorar substancialmente su oferta sanitaria.

Esta previsión, aunque negativa en sí misma, tiene la virtud de rebajar aún más las posibles presiones internacionales para optar por el confinamiento, ya que, sin colapso, las desventajas pueden superar ampliamente a las ventajas. Por otro lado, obliga a buscar soluciones fuera del aparato propiamente dicho del sistema nacional de salud. Y no me refiero a la medicina privada, inasequible para la inmensa mayoría, ni a la cooperación internacional, en particular a través de ONGD, ya habitualmente desbordada. Sin olvidarlas, y sin dejar de recomendar su articulación con la salud pública, pienso en la salud comunitaria.

Tras la crisis del Ébola, algunos analistas, tal vez sobre todo antropólogos y antropólogas por su hábito de mirada cercana, han venido recomendando la implicación de las comunidades locales y de sus conocimientos acumulados, recomendación que han renovado con ocasión del COVID-19[15]. Esta recomendación se adapta probablemente mejor al segundo modelo dominante y su adaptación a contextos africanos. Si se parte de focalizar las estrategias en la protección del grupo de riesgo más reconocido, la gente mayor, la clave de esta focalización sería probablemente hacerlo a favor de su lugar prestigioso en la sociedad africana, y no en tanto que sector de usuarios presuntamente más frágil, dependiente y gravoso del sistema de salud, tal como se la conceptualiza más o menos abiertamente en las sociedades desarrolladas. Conseguir la participación de las personas mayores en la gestión de la crisis podría ser una baza fundamental para poder movilizar a la población local y sus conocimientos, dada la influencia sociopolítica de estas personas y su lugar en la toma de decisiones colectivas locales (socioculturalmente locales), algo que avalan cientos de estudios desde hace décadas, sin perjuicio de la modernización de las sociedades africanas. Además, se podrían limitar consecuencias tan angustiosas y relativamente inútiles como las que siguieron al intento de medicalización social durante la crisis del Ébola de 2014[16]. En cualquier caso, parecería erróneo considerar este grupo como meramente pasivo y vulnerable.

La movilización de la gente mayor no deja de ser una iniciativa de salud comunitaria, con lo que hacerla efectiva requeriría empoderar a las poblaciones locales según sus propias estructuras de toma de decisiones. Este tipo de medidas participativas podrían tener repercusiones sanitarias más allá del paso del COVID-19, en lugar de generar “desviaciones” o “excepciones” temporales, como ocurrió con el Ébola. En este sentido, el estímulo de una participación real, aunque plantea retos importantes, podría contribuir a tres de las líneas estructurales propugnadas desde hace años para el ámbito de salud subsahariano y desatendidas casi totalmente por la planificación presupuestaria internacional, multilateral o bilateral –un factor de un peso enorme en la oferta sanitaria en el África. La primera sería una puesta en valor operativa de las medicinas tradicionales y complementarias, en el sentido promovido por la OMS[17]: las traditerapias proveen de agentes, cuyo reconocimiento local depende de su eficacia; la excepcionalidad del COVID-19 podría facilitar su interacción con los SNS de diferentes maneras, generando el necesario feedback crítico, no sólo en relación directa con el COVID-19; apunto que varios países, como Senegal, Benín o Madagascar[18], ya han declarado que están llevando a cabo ensayos clínicos con fitoterapias autóctonas.

En segundo lugar, en contra de los estereotipos habituales y como tantas veces han señalado las feministas africanas, al menos desde la célebre irrupción de los trabajos de Ifi Amadiume, el empoderamiento local facilitaría el ejercicio de la autonomía de la que gozan las mujeres en muchas sociedades africanas. En consecuencia, este tipo de medidas podría contribuiría a visibilizar el rol del factor género en éste y otros episodios de salud, estimulando el desglose de información, la contrastación de condicionantes y efectos, así como el aprovechamiento d de las complementariedades de género diversas localizables en el África. En tercer lugar, no se puede entender el empoderamiento local en salud sin articularlo con los correspondientes servicios públicos. Toda acción en este sentido promovería la tan sentida necesidad de un mayor despliegue territorial de los servicios sanitarios africanos, presencial y virtual; la telemedicina podría ser por fin más oportunidad de colaboración que riesgo de desinversión, siguiendo un patrón colectivo bien distinto a la hiperindividualización occidental y optimizando recursos públicos y de la sociedad civil africana. En este sentido, los SNS se verían inevitablemente reforzados sobre el terreno, pero obligados al mismo tiempo a combinar las tan habituales acciones top-down con las iniciativas y demandas bottom-up. Esta mayor conexión con la población usuaria podría llevar a tomarse en serio las cuentas pendientes, en el sentido literal de la palabra, de la Agenda 2030, cuando todavía se está a tiempo.

Este texto no pretende cerrarse con la “carta a los reyes” de un relativista cultural. Todos los indicios apuntan que las pistas que señalo están más o menos irreversiblemente en marcha, y con una diversidad abrumadora. No de una forma planificada, sino a menudo a consecuencia de las propias deficiencias, incongruencias e impotencias de los regímenes sanitarios africanos y de las políticas impulsadas por los gobiernos en relación con el coronavirus más para satisfacer la presión internacional que tras una ponderación contrastada de los intereses de la población. Es responsabilidad de todos, pero tal vez en primer lugar de académicos y gestores, entender y poner en valor esta diversidad.

Por el momento, el COVID-19 no ha resultado demasiado ejemplar respecto a la gestión de la salud global, fragmentada en intereses nacionales o corporativos y faltos no ya de liderazgo, sino de una coordinación efectiva que, con independencia de los discursos oficiales, la OMS no parece poder asumir por falta de apoyos financieros y políticos substanciales y mantenidos. Pero esto no nos exime, a ninguno de los actores implicados, de la necesidad de modelar las consecuencias que sí está teniendo. El intento de generar un espacio sanitario global absolutamente seguro, con la erradicación en el horizonte, sea del coronavirus o de la lepra, no sólo no es realista, sino que es incongruente con su pretendido objetivo último, la salud de todos.

Su efecto inmediato más repetido, y previsible tras la experiencia del COVID-19, no parece ser el aumento del bienestar, sino la ya conocida precarización y encarecimiento de la vida. En particular en África, la aplicación mimética de una alerta global podría responder más a la voluntad de generar –y vender- un sentimiento de seguridad en Europa, Norteamérica o puntos de Asia que a las necesidades, prioridades y potenciales de salud al sur del Sáhara. Esta tendencia, analizada en otros contextos por multitud de investigadores cautivados por la famosa crítica foucaultiana del biopoder, ha sido infravalorada por los entusiastas de la tecnocracia. Sin embargo, incluso lo tecnócratas se están fijando en discursos provenientes de la ecología, y que resultan coherentes con el mensaje anterior. El COVID-19 no va a desaparecer porque las infecciones víricas son parte de nosotros, los seres humanos, y no sólo de nuestros pecados, sino también de nuestro potencial evolutivo. De hecho, son en gran medida un producto adaptativo de nuestras interacciones con el ecosistema global a partir de nuestra vida, de nuestras actividades económicas[19], con lo cual “combatirlos” sería “combatirnos”, al menos una parte de nuestra conducta. Sin duda, ni China ni Europa, ni Estados Unidos tienen la exclusiva de la responsabilidad de estas evoluciones, pero tampoco monopolizan las reacciones positivas para el conjunto de la humanidad, las “soluciones”.

Es difícil cuestionar que las poblaciones africanas están social y psíquicamente (dos de las dimensiones de la célebre definición de salud de la OMS) más preparados para situaciones como las que plantea la pandemia. Los informes y simulacros acerca de una posible pandemia con ocasión del centenario de la mal llamada “gripe española” apenas han preparado a la sociedad global para la oleada del SARS-CoV2. Sin embargo, numerosas sociedades al sur del Sáhara no sólo han superado situaciones epidémicas catastróficas como el brote del Ébola, no sólo conviven habitualmente con un nivel de difusión de infecciones potencialmente letales claramente más alto que el de la actual pandemia, sino que muchas de ellas han sobrevivido a escenarios de tensión social en todo comparables a las actuales cuarentenas. No dudo que la sociedad malgache sobrevivirá al confinamiento. ¿Acaso no soportó una huelga general de más de medio año al final de la II República, entre 1991 y 1992, o, diez años más tarde, un durísimo bloqueo comercial mutuo entre las provincias y la capital que, tras meses de pulso acabaría con la huida del hasta entonces presidente Didier Ratsiraka? ¿Qué decir de los confinamientos en las townships o las homelands sudafricanas del apartheid? ¿O de la reintegración forzosa de los exiliados en Rwanda, dos años después del genocidio? Y lo digo por citar sólo tres de los países que ya han empezado a aplicar las medidas que la comunidad internacional recomienda respecto al coronavirus.

No dudo que sobrevivirán, pero también estoy convencido, porque las evidencias a nuestro alcance así lo refrendan, que las respuestas óptimas al desafío del COVID-19, las menos dolorosas y las menos costosas, pasan por poner en valor este enorme bagaje. O, dicho de otra manera, pasan por una verdadera alianza de conocimientos entre diferentes, un acuerdo que requiere una investigación que tenga en cuenta lo que ya se sabe, pero que acepte que el futuro está por construir. Es hora de que reconozcamos que la Humanidad necesita volver a aprender de África, y tal vez el hecho de compartir la angustia ante el COVID-19 nos lo facilite.

Albert Roca (IP Grupo de Estudio de las Sociedades Africanas/Universidad de Lleida, presidente del Centre d’Estudis Africans i Interculturals de Barcelona y coordinador de la red internacional Salud Cultura y Desarrollo en África / roca.albert@gmail.com ).



[1] Véase un estado del conocimiento actual en la página de la OMS: https://www.who.int/emergencies/diseases/novel-coronavirus-2019 [consultada 12 de abril de 2020]. Incluye multitud de documentos más o menos actualizados como el referido a las acciones por países: https://www.who.int/publications-detail/responding-to-community-spread-of-covid-19

[2] Véanse, por ejemplo, las opiniones de Henning Melber, de Nordic African Institute https://nai.uu.se/news-and-events/news/2020-04-03-africa-needs-tailored-responses-to-coronavirus.html?utm_medium=email&utm_source=newsletter&utm_campaign=apr+20 [consultado el 3 de abril de 2020] o la de Alex Broadbent de la Universidad de Johannesburg, respondida por Lucy Allais y François Venter, de la Universidad de Witwatersrand https://mg.co.za/article/2020-04-08-is-lockdown-wrong-for-africa/ [consultada el 10 de abril de 2020] o la aportación de Shabir Madhi y otros profesores de esta última universidad https://theconversation.com/south-africa-needs-to-end-the-lockdown-heres-a-blueprint-for-its-replacement-136080?utm_term=Autofeed&utm_medium=Social&utm_source=Twitter#Echobox=1586459612 [consultada el 14 de abril de 2020]. Hay que hacer notar que la República Sudafricana es uno de los países subsaharianos más afectados. Véase también la opinión de Alex de Waal (Tuft University) y Paul Richards (U. de Wageningen) https://www.bbc.com/news/world-africa-52268320 [consultada el 15 de abril de 2020]

[3] La limitada información producida por la OMS (https://www.afro.who.int/health-topics/coronavirus-covid-19) [consultada 12 de abril de 2020], así como las declaraciones de sus representantes, promueven la mímesis respecto a los modelos utilizados en los países más afectados (véase una comparación de los modelos en ). Sin embargo, los informes Covid19. Situation up date for the WHO African Region. External Situation Report (1-6) [el último es de 8 de abril consultado el 12 de abril de 2020] sugieren una evolución lenta y un riesgo limitado o bajo. Sobre los dos “modelos” de reacción, véanse las opiniones de Kim Woo Ju, de Korea University https://youtu.be/gAk7aX5hksU [consultado el 9 de abril de 2020] o resúmenes como el de Marta Peirano para el Diario.es https://www.eldiario.es/internacional/modelos-gestion-dominar-Europa-coreano_0_1006500506.html [consultado el 16 de marzo de 2020]

[4] Taylored, en expresión del profesor Melber (nota 1).

[5] Pese a que el estudio publicado en The Lancet, por Melissa Martínez-Álvarez, Alexander Jarde y otros (LSHTM in Gambia) https://www.thelancet.com/journals/langlo/article/PIIS2214-109X(20)30123-6/fulltext pretende descartar el factor climático, lo que hace es más bien señalar que dicho factor no se puede demostrar en el estado actual de conocimientos, cosa bien distinta. Las pistas parecen suficientemente prometedoras para que se estén publicando estudios incipientes como la print preview de Miguel Araújo,del CSIC (Madrid) y Babak Naimi, de la Universidad de Helsinki https://www.medrxiv.org/content/10.1101/2020.03.12.20034728v3 [consultada 10 de abril de 2020]

[6] La OMS, pese a no querer reducir la alerta respecto a la gripe (influenza), deja entender que los datos apuntan un riesgo menor en la región: https://www.who.int/influenza/preparedness/africa_flu/en/ [consultado 11 de abril de 2020].

[7] La información de enfermedades no contagiosas en África (NCD) con afección respiratoria es muy pobre y, aunque se suele suponer una incidencia importante, es difícil establecer conjeturas. Se sabe algo más de la prevalencia de enfermedades infecciosas del sistema respiratorio, la tuberculosis sobre todo, pero también es cierto que la prevalencia, aunque alta, arroja números absolutos bastante más bajos que los del sudeste asiático, y con densidades menores https://www.who.int/es/news-room/fact-sheets/detail/tuberculosis [consultada 8 de abril de 2020]. Véase Meredith L. McMorrow et al. “Severe Acute Respiratory Illness Deaths in Sub-Saharan Africa and the Role of Influenza: A Case Series From 8 Countries”, The Journal of Infectious Diseases, Volume 212, Issue 6, 15 September 2015, Pages 853–860, https://doi.org/10.1093/infdis/jiv100, Es significativo que algunos de los indicios referidos a la gripe (influenza), bien comparable a la Covid19, lleguen de Sudáfrica y Madagascar (en concreto de las Tierras Altas) países con zonas altas y frescas altamente pobladas, como Etiopía o Rwanda, donde el clima es más similar al que ha albergado la propagación explosiva del SARS-CoV2; sin embargo, no se ha confirmado de momento una curva comparable.

[8] https://www.populationpyramid.net/africa/2019/ [consultada el 8 de abril de 2020]

[9] Todas las fuentes coinciden en señalar la edad como el principal factor de riesgo, junto con la existencia de otras patologías previas (que también aumentan con la edad). Véanse estadísticas para España (https://www.rtve.es/noticias/20200406/perfil-enfermos-coronavirus-espana/2010608.shtml [consultado 8 de abril], China https://www.worldometers.info/coronavirus/coronavirus-age-sex-demographics/  [consultado 8 de abril] y comparadas (China, Korea, España, Italia) https://ourworldindata.org/coronavirus [consultado 12 de abril de 2020]

[10] En Sudáfrica, aunque el gobierno prevé continuar el confinamiento hasta final de mes, habla de ralentización de la curva tras sólo tres semanas y unos 30 fallecimientos (con una baja tasa de mortalidad). Aunque existe una polémica sobre posibles sesgos en la detección de casos, no deja de ser un indicio sobre diferencias notables en la propagación y virulencia de la Covid en África. https://www.sciencemag.org/news/2020/04/south-africa-flattens-its-coronavirus-curve-and-considers-how-ease-restrictions (consultada 15 de abril de 2020)

[11] Las cifras forzosamente provisionales proporcionadas por todos los organismos [https://www.worldometers.info/coronavirus/ o https://www.who.int/emergencies/diseases/novel-coronavirus-2019/situation-reports]refuerzan la idea de una tasa de letalidad (mortalidad respecto a los casos de infectados comprobados) preocupante, aunque comparable a otros brotes (SARS) y moderada en comparación con otros (Ébola). Sin embargo: a) esta conclusión no se extrae de una media de todos los países, sino de los más afectados; b) la inclusión en los cálculos de una proyección de los posibles infectados asintomáticos podría rebajar mucho las cifras actuales; c) en los países donde los casos graves de infección parecen haberse estabilizado y ralentizado significativamente (China, Korea), los datos indican una mortalidad y una prevalencia bajas respecto a la población general. El principal factor de crisis parece la velocidad explosiva de la aparición de casos que necesitan hospitalización.

[12] Véase nota 2 como muestra. El debate generado en Sudáfrica por el artículo de Alex Broadbent es muy significativo porque, con independencia de sus posiciones, todos reconocen la importancia de los factores socioeconómicos y la insostenibilidad de un confinamiento indefinido.

[13] Algo de eso hay en esos videos “virales” que muestran policías indios sacudiendo porrazos desde una moto a otros motoristas. De hecho, la enorme democracia india es una referencia comparativa de primer orden para la evolución del África.

[14] Por ejemplo: salvadas las diferencias de dimensión y de otros aspectos como la insularidad, las estrategias de detección-aislamiento de Singapur, Taiwan y Corea se han mostrado igualmente efectivas frente a la Covid19, sin que se aprecie una diferencia significativa a partir de la aproximación más autoritaria y menos respetuosa de la intimidad de Corea, y todas más efectivas que los confinamientos masivos en China. https://www.elconfidencial.com/mundo/2020-03-21/china-no-gracias-democracias-versus-coronavirus_2510052/ [consultado 1 de abril de 2020].

[15] Véase Mats Utas (Nordic African Institute) https://nai.uu.se/news-and-events/news/2020-03-27-peoples-science-instrumental-when-ebola-was-contained.html [consultado el 10 de abril de 2020] En la misma línea (resaltando más la iniciativa local directa o la adaptabilidad de las comunidades a medidas sanitarias excepcionales) se ha expresado Paul Richards (“people’s science”) https://africanarguments.org/2020/03/17/what-might-africa-teach-the-world-covid-19-and-ebola-virus-disease-compared/ [consultado el 25 de marzo de 2020]

[16] Véanse algunos testimonios en Detrás del Ébola, editado por Oscar Mateos y Jordi Tomás en 2015, o  la reflexión establecida en 2016 desde IS-Global https://www.isglobal.org/en/ebola [consultada el 15 de marzo de 2020]. Coinciden con el tono de crítica general, aunque puedan incidir en cuestiones distintas https://www.thelancet.com/journals/lancet/article/PIIS0140-6736(19)32634-0/fulltext [consultado 10 de abril de 2020]

[17] La OMS lleva años apelando a la que considera necesaria inclusión de la Medicina Tradicional y Complementaria en los Sistemas Nacionales de Salud, en particular en países con graves déficits asistenciales como los africanos https://www.who.int/health-topics/traditional-complementary-and-integrative-medicine#tab=tab_1 [consultado 12 de abril; véase en particular el documento de estrategia vigente hasta 2023]. Por otra parte, y en el mismo contexto y por las mismas razones, también aboga por el recurso a la salud comunitaria y al conocimiento local, siguiendo distintos modelos, tal como hacen distintos expertos (véase nota 15). La crisis de la Covid 19 no hace sino agudizar estas necesidades.

[19] Numerosos estudios se están centrando en la relación entre la aparición del SARS-CoV2 y otros agentes infecciosos, así como la alteración de los ciclos víricos e infecciosos en general, con actividades humanas como la ganadería intensiva, el consumo de animales salvajes o el deterioro de sus hábitats; es una tendencia que viene de lejos, que anunciaba la pandemia actual al menos desde el primer brote estudiado de SARS. En particular Extremo Oriente y la cría masiva de cerdos se han relacionado con buena parte de las pandemias desde el siglo XIX. Véase, por ejemplo, Zi Wei Ye et al. “Zoonotic origins of human coronaviruses” in International Journal of Biological Sciences 2020; 16(10): 1686-1697. doi: 10.7150/ijbs.45472. De hecho, la información ya ha llegado muy ordenada a los medios de comunicación como recoge Angel Lara https://www.eldiario.es/interferencias/Causalidad-pandemia-cualidad-catastrofe_6_1010758925.html [consultado el 1 de abril]

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