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Felwine Sarr: «El inconsciente europeo impide y obstaculiza»

Felwine Sarr: «El inconsciente europeo impide y obstaculiza»
África es el crisol de una pluralidad de lenguas. Imagen: Anton Lecock en Unsplash
África es el crisol de una pluralidad de lenguas. Imagen: Anton Lecock en Unsplash
África es el crisol de una pluralidad de lenguas. Imagen: Anton Lecock en Unsplash
África es el crisol de una pluralidad de lenguas. Imagen: Anton Lecock en Unsplash

Entrevista a Felwine Sarr. Economista, filósofo, músico –tiene en su haber tres álbumes– y, más recientemente, encargado del sensible caso de restitución de las obras de arte a los países africanos lanzado por Emmanuel Macron, Felwine Sarr es uno de los intelectuales sobresalientes de la generación africana contemporánea. Cofundador, junto con el historiador y filósofo camerunés Achille Mbembe, de los Ateliers de la pensée de Dakar en 2016, Felwine Sarr se dedica desde hace algunos años a reflexionar, a través de una abundante producción editorial, sobre los conceptos e imaginarios adaptados a una África palpitante orientada hacia el futuro, interrogándose sobre el pasado para movilizar mejor sus energías en el proyecto. Rozando los cincuenta, pertenece a esa generación de universitarios africanos del siglo XXI decididos a pensar «un continente en movimiento». A diferencia de la generación de aquellos quienes, en los años 60, pensaron en el rumor militante de las independencias y el proyecto político, Felwine Sarr traza un camino marcado por un fervor diferente, el de los amaneceres, los comienzos abiertos hacia una África del futuro –encarnada en la película Black Panter, que describe una África tejiendo tecnología y tradición–. Es, sin duda, un filósofo, pero cruza los saberes y las disciplinas para imaginar, lanzar el espíritu a la manera de un poeta, en la delicadeza del planteamiento. Mundialmente reconocido por su ensayo Afrotopía[1] (2016), este escritor senegalés, originario de la isla de Niodior, está sin duda marcado por la fluidez del pensamiento de los hombres de mar. Hay delicadeza, humor, en este pensamiento que fluye, que evita los escollos del afro-pesimismo y también del afro-optimismo. Tras la publicación de su última obra, La saveur des derniers mètres, hemos juzgado interesante pedirle que hable de Europa «vista desde África».

¿Cuál es su relación personal con Europa?

Pasé mi infancia en Europa, en Francia, entre Estrasburgo y Versalles, porque mi padre era militar. Después regresamos a Senegal, donde viví el resto de mi infancia y adolescencia hasta el bachillerato. Más tarde, regresé a Francia para estudiar en la Universidad de Orleans. Allí viví quince años. Antes de cumplir cuarenta, calculando las idas y venidas, ¡vi que había vivido más tiempo en Europa que en Senegal! Tengo, de este modo, el sentimiento de poder observar Europa, Francia en todo caso, desde dentro y desde fuera. He vivido allí lo suficiente para tener un conocimiento profundo y me alejé lo suficiente (porque regresé a Senegal para dar clase en la universidad) para ver este continente como en relieve. Acabo de publicar La saveur des derniers mètres, un relato de viajes por los cuatro continentes, y en particular por Europa, ya que cuando llevaba una vida de giras como músico, viajé mucho a Portugal, España, Italia y Alemania. Solo me falta por conocer Europa del Este.

¿En algún momento, y ya que ha vivido mucho tiempo en Europa, ha pensado «me siento europeo» o «siento que una parte de mí es europea»?

No, no me he sentido europeo y hay razones para ello. No me he sentido europeo porque el prisma a través del que debía sentirme europeo era Francia. Y la gran dificultad con Francia es el sentimiento de pertenencia. Incluso si se vive allí, se ha estudiado en el instituto, los hijos han nacido allí y se tiene una historia íntima con el país, se nos envía de nuevo a nuestros orígenes. Incluso de forma inconsciente y amable, la pertenencia a la comunidad nacional se pone en entredicho. Aun cuando se tiene la nacionalidad francesa, si se tienen facciones que hacen pensar en un origen africano o extranjero, se pregunta ¿de dónde es usted? Y, si se responde diciendo «soy de Orleans», se insiste preguntando «Sí, ¿pero de dónde es usted realmente?». Esta encuesta crónica instala una incertidumbre poco favorable a la aparición de un sentimiento europeo.

¿Cómo percibe usted Europa, es decir, esa Europa donde podemos distinguir la Europa de los pueblos, la Europa de las naciones, la Europa de las instituciones y la Europa del pensamiento, que le interesa particularmente?

Aprecio el hecho de que se hable de Europa en plural puesto que la entidad no es homogénea. La Europa de los pueblos ha construido la identidad europea en el largo plazo, sedimentando ese sentimiento de ser europeo tanto en las alianzas como en los conflictos. Mucho antes del Tratado de la Unión Europea, el Tratado de Roma estableció, a finales de los años cincuenta, toda la estructura económica. Los programas Erasmus han reforzado, en la juventud, la consciencia de pertenencia a un territorio más grande que el país de origen. Además, ha habido una moneda única… Pero esa Europa vive una relación esquizofrénica con ella misma. Aspirar a ser y a no ser al mismo tiempo. Pero creo que, dejando a un lado a los ingleses, existe, a pesar de todo, un imaginario y una simbología inherentes a esta comunidad que se llama Europa, sea cual fueren los reproches que se puedan hacer a la burocracia de Bruselas.

A Umberto Eco le preguntaron ¿qué es, en el fondo, Europa? Y respondió: «Europa es una cosa: la traducción». ¿Cree que esta respuesta esboza una proximidad con África?

Totalmente, porque África es el crisol de una pluralidad de lenguas –más de dos mil, según el último censo realizado. Esto es considerable, con áreas culturales diferentes, del norte al centro, del oeste al sur. Y si hay algo que caracteriza realmente al continente, es el plurilingüismo, con esa idea de que, en el seno de un mismo país africano, se nace con dos o tres lenguas, e incluso más. En mi caso, que es muy corriente en Senegal, hablo wolof, serer y luego francés, inglés, etc. También en este caso, África puede aportar mucho a Europa en la promoción no solo de una lengua vehicular –el inglés– sino en la circulación, el frotamiento de las diferentes lenguas entre ellas. Cuantas más lenguas hablemos, más rico será el pensamiento de lo real.

Nos sorprende, en su ensayo Afrotopía, el lugar que da usted al imaginario en la fábrica del pensamiento. El imaginario europeo fue dominado en la antigüedad por la imposición del pensamiento prometeico, es decir, el pensamiento técnico que instrumentaliza todo. Esa ha sido, sin duda, la fuerza de Europa en el pasado, pero ¿no podría ser también su debilidad en el futuro, en particular el que está ligado a los desafíos ecológicos?

Comparto ese punto de vista. Veo que remonta usted este pensamiento a la antigüedad. Generalmente, se evoca al Descartes del Discurso del método –con su mantra «el hombre, dueño y poseedor de la naturaleza»; pero, efectivamente, este imaginario europeo tiene raíces muy antiguas. Esta razón tecno-instrumentalista dominante fue en primer lugar «humanitas» antes de convertirse en Razón con «R» mayúscula, razón científica y razón tecnocientífica. Se ha convertido en hegemónica a lo largo de los cinco últimos siglos. Por añadidura, aunque antaño fue útil en ciertos espacios, cometió un error cuando rebasó los espacios donde era pertinente. Uno de los problemas, cuando se plantean las cuestiones ecológicas, es el imaginario que sustenta la relación con lo viviente. Con el pensamiento técnico, se ha construido un cierto tipo de relación de la que creo que no se puede desvincular. Por tanto, harán falta rupturas para cambiar de sistema. Sin ánimo de entrar en el esencialismo, creo que América Latina, Oceanía y África han seguido manteniendo relaciones con el resto de lo viviente mucho más armoniosas, relaciones de cooperación, de negociación e incluso diría relaciones de «plasticidad ontológica» –de copresencia de seres entre seres– entre las diferentes identidades. Las cosmovisiones de estos pueblos, que tienen otros horizontes de pensamiento, permiten la discusión, la negociación, la distribución, etc., entre especies. Ese es el requisito para que exista una unidad de lo viviente –estamos en lo viviente, no separados de lo viviente.

¿Podría decirse aun así que, consciente de la catástrofe venidera, Europa ha sabido producir un pensamiento de la reparación –pienso, entre otros, en el trabajo de Hans Jonas– el principio responsabilidad donde la responsabilidad no se concibe como la atribución de un acto a alguien, sino como una obligación de preocupación del fuerte hacia el débil, donde al fuerte se le requiere «responder por», ser «responsable de» la naturaleza?

Creo que la escuela de Fráncfort –remontando hasta Habermas, con la crítica del exceso tecnocientífico, o a filósofos como Axel Honneth– ha avanzado en el pensamiento de la reparación. Pero decir que Europa ha producido un pensamiento reparador sería darle demasiado crédito. Su pensamiento es, a mi juicio, bastante inferior al que se produce en otros lugares del mundo. En particular, los indígenas de América Latina, de la Amazonia, tienen desde hace muchos años un profundo pensamiento reparador de lo viviente. También los Xhosa, en Sudáfrica, con la filosofía moral Ubuntu. Se puede recriminar a la razón europea que no haya pensado lo suficiente en la reparación, que no se haya separado de lo que ella llama naturaleza. Es el sentido, creo, de los trabajos de Philippe Descola y Bruno Latour, que están hoy a la vanguardia de un nuevo pensamiento ecológico europeo. Pero incluso ahí, creo que se les puede criticar el antropocentrismo. En muchas regiones del mundo –Ecuador, Colombia, Australia e India– se va más allá y se empieza a considerar seriamente otorgar derechos a la naturaleza, convertirla en un sujeto jurídico. Pero –se dice– ¿quién va a hablar en nombre de la naturaleza, en qué lenguaje y quién estará autorizado a hacerlo? El debate pasa entonces a ser antropocéntrico, tanto que no se ha considerado la posibilidad de aprender el lenguaje de la naturaleza, de ver que la naturaleza se presenta ella misma a través de sus propias modalidades de significación. Una zona deforestada o devastada durante años por una multinacional habla por sí sola por poco que veamos fotografías del lugar en un período de diez años. La naturaleza comunica sin hablar nuestro lenguaje. ¿Cómo podemos dialogar con ella? Podemos hacernos una idea cuando visitamos los pueblos del bosque de Camerún, los pigmeos: esos grupos han aprendido a «comprender» toda una biofonía[2] –el lenguaje de los animales, de los pájaros– que les permite cazar. Comprenden y han transmitido en su lengua esas biofonías, esos ruidos, esas onomatopeyas. Han creado un espacio interlocutorio entre los dos órdenes de lo viviente. Sobre estos asuntos, creo que las cosmovisiones africana, australiana y amerindígena tienen una gran ventaja.

¿Se puede decir hoy en día que es el fin, en cierto modo, de la Eurotopía, si es que esta existe?

En realidad, ¡hace falta una Eurotopía! Hay que abrir el espacio de lo posible. Esa es la idea. Durante los últimos cinco siglos, el archivo europeo –es decir, su catálogo de maneras de hacer, pensar y actuar– ha guiado al mundo. Pero ese archivo de la modernidad o la premodernidad está agotado, desgastado. Se le ha pedido demasiado –luces, democracia, capitalismo, entre otras muchas cosas. Necesita renovarse, teniendo en cuenta que el mundo dispone de un archivo bastante más variado y que no puede quedarse sobre la punta del alfiler del archivo europeo. Necesita ir en busca de recursos en las ecologías de los saberes del resto del mundo y escuchar. Pero la tarea es inmensa. Tomemos el ejemplo de la crisis del coronavirus. Al principio, los chinos experimentaron este virus. Lo normal hubiera sido aprender de esta situación, pero, por arrogancia bajo mi punto de vista, se burló. En sus mentes, los saberes y las pericias solo pueden venir de Europa, sobre todo cuando el otro es un país, una dictadura, además, que falsea las estadísticas de la pandemia. La catástrofe, que se podría haber evitado escuchando, llegó. Cuando no hay otro remedio, se pone atención. Incluso las mascarillas, en Francia, se consideraban inútiles «para la población general», mientras que en China y Corea eran obligatorias desde hacía mucho tiempo. El inconsciente europeo impide y obstaculiza porque, durante varios siglos, los europeos han sido los prescriptores.

Usted ha hablado de agotamiento de los modelos europeos y ha citado la democracia. ¿Explica este agotamiento la crisis de las democracias, tanto en Europa como en Estados Unidos?

No hay mejor idea para una comunidad, más bella aspiración, que la de hacerse cargo de su destino, organizar los poderes y su equilibrio, instalar la deliberación más amplia posible. ¿Qué comunidad humana no desearía implementar esa idea? Pero, aunque todo el mundo esté de acuerdo con la esencia de esta idea, las formas institucionales que pueda tomar son plurales. Uno de los errores ha sido creer que había formas institucionales inamovibles que había que replicar por todas partes. Pero esas formas son el producto de historias culturales y sociales de grupos humanos diferentes. Peor aún: ha habido una especie de amnesia respecto a África. Se les ha pretendido considerar como grupos humanos sin historia institucional. Pero a los africanos no les faltan maneras, por ejemplo, de producir deliberación –la palabra bajo el árbol como consejo municipal es uno de los ejemplos más cercanos. Si esta forma de democracia se ha extinguido en Europa, es porque la forma –el continente– ya no estaba a la altura del contenido. Hay que decir que las formas no se terminan nunca y, para que sigan siendo fieles a la esencia o al espíritu, deben reinventarse. La fidelidad está en el movimiento. Cuando dejan de evolucionar, el medio traiciona el mensaje y esas formas son captadas por las oligarquías capitalistas, las oligarquías periodísticas, que desvían la idea inicial. Es entonces cuando hay que apresurarse para repensar la democracia. Nos encontramos en ese momento. Y hay muchísimos recursos que esperan en otros lugares para invertirse aquí.

Aun cuando se tiene la nacionalidad francesa, si se tienen facciones que hacen pensar en un origen africano o extranjero, se pregunta ¿de dónde es usted? Imagen: Rama en Wikimedia Commons
Aun cuando se tiene la nacionalidad francesa, si se tienen facciones que hacen pensar en un origen africano o extranjero, se pregunta ¿de dónde es usted? Imagen: Rama en Wikimedia Commons

Si, como usted lo dice en Afrotopía, África es el continente resorte del siglo XXI, ¿qué contribución podrá aportar el continente africano en esta necesaria renovación de la democracia?

Antes de nada, hay que recordar que no hay que vanagloriarse de que el continente sea la cuna de la humanidad. Es un hecho secundario que significa que las formas sociales más antiguas del mundo son africanas, que la memoria de la comunidad humana, su convivencia, nació en África y que, incluso cuando el homo sapiens atravesó el estrecho de Gibraltar y se expandió por el continente europeo, las sociedades africanas prosiguieron la curva de sus largas historias. A través de su expansión, las sociedades africanas han transmitido un capital cultural, un saber hacer, que habían almacenado en su memoria profunda –crear comunidad, crear sociedad– que se traduce en las herramientas sociológicas y antropológicas, en la razón oral y en las filosofías sociales. En este sentido, admiro la manera en que las sociedades africanas, con sus límites (no se trata de idealizar), implementan desde hace mucho tiempo un arte de integrar la diferencia. Tienen la genialidad de crear vínculos y hacer que cualquier recién llegado se sienta miembro de la comunidad: «Tú vienes de Mali y te apellidas Diarra, en Dakar te llamaremos Diop y así te damos un vínculo, una cronología». Esto se logra gracias a un saber hacer social muy antiguo. Por ejemplo, a través del parentesco jocoso, es decir, una regla inscrita en la Carta de Kurukan Fuga, promulgada por el emperador Sundiata Keita en el siglo XIII, que obligaba a instalar un parentesco entre las generaciones y las etnias, sobre todo si estas habían estado en conflicto, para garantizar la paz social en el grupo. Por tanto, podemos plantear de nuevo la pregunta: ¿qué es la democracia? En su forma occidental, es una sociedad de individuos, de singularidades que se reconocen mutuamente y cuya ley va a garantizar el mundo común. Esta concepción que quiere que se formen sociedades con individuos singulares y abstractos no corresponde a la manera en que se constituye la sociedad en África. No se extirpa a los individuos, su genealogía, sus historias, sus imaginarios, sus memorias, etc. Y no es el individuo atomizado quien forma la ciudadanía. Se debe considerar al individuo junto con sus excrecencias, con quienes lo hacen, con quienes lo han hecho humano dentro de la comunidad. A ese respecto, hay algo que aprender de esta manera de hacer que un grupo no sea una aglomeración. Las civilizaciones más florecientes son aquellas que han tomado en cuenta la alteridad, aquellas que han podido articular los mundos complementarios. Europa es una síntesis, la Europa que fue floreciente durante la Ilustración…, que supo llevar a cabo esas síntesis. Las hibridaciones se hacen con total naturalidad. Algunos, como Glissant, han hablado de «creolización». Pero atención. No se debería dar el salto y que esa época se concluya con un simple «¡Hala! Ya somos todos híbridos». No se debe ocultar la violencia de la relación.

A ese respecto, ¿cómo piensa usted que Europa y África van a poder superar el pasado, en particular el pasado de la colonización?

Hay varias cosas por hacer. En primer lugar, un trabajo de verdad histórica, verdadero prerrequisito para superar el contencioso. Hay un gran número de historiadores que lo hacen, como Patrick Boucheron, Romain Bertrand, etc. Pero de ese trabajo hay que pasar al programa escolar; hay que transmitir ese trabajo de investigación histórica en todas las formas del discurso y de la representación. En ese sentido, hay un trabajo que aún no se ha realizado lo suficiente. No se puede enseñar esta historia en las aulas de forma correcta si no se integra la memoria de la comunidad de la diáspora francesa o europea por igual en el relato de la historia nacional. Está también la palabra simbólica que, como un lapsus, traduce un imaginario enfermo, que aún no se ha curado del complejo de la potencia o del imperialismo. Nos encontramos aún en una época en la que no se quiere reconocer fundamentalmente la memoria de este encuentro violento. Algunos lo minimizan, otros lo eufemizan o lo insultan. Es el caso de Jean Castex, primer ministro francés quien, hace algunas semanas, dijo «miren, no vamos a pedir perdón por la colonización». Es un uso político de la palabra y, por tanto, simbólico. La palabra de una cierta élite tiene un sentido, y no puede declarar algo así y esperar, al mismo tiempo, superar el problema.

Por nuestra parte, hay que trabajar sobre uno mismo. Un trabajo de autoreparación, de autosoteriología en cierto modo: no debemos esperar a que la palabra venga del otro lado porque, si no viene, nos quedaremos con la herida, con el trauma. Hay instancias de la cura que debemos poner en marcha por nosotros mismos. ¿Cuáles son los lugares de la cura? ¿Dónde podríamos digerir esta historia para avanzar? Cada uno debe hacer su trabajo. Solo así la historia se superará. Está ya en los hechos, y también en la relación: los grupos humanos y los pueblos tejen relaciones a otros niveles, lejos de los imaginarios tóxicos heredados de la colonización. Hay otra historia por escribir, y está ante nosotros.

 

La entrevista ha sido realizada por Thierry Grillet, escritor, ensayista y director de la difusión cultural de la BNF, en colaboración con el programa Alliance y el Instituto Europeo de la Universidad de Columbia y Columbia global Centers de París. Pueden ver la entrevista publicada en francés en AOC Media.

Traducción realizada por Inmaculada Ortiz, traductora y correctora especializada en literatura africana.

[1] Obra traducida al español con el mismo título, Afrotopía, publicada por Los Libros de la Catarata, en colaboración con Casa África. N. de la T.

[2] Krause, autor del libro «La gran orquesta animal», es quien acuñó el término «biofonía» para describir sus grabaciones en diversos ecosistemas. N. de la T.

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