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¿Quién ha quemado el cadáver de C. F.?

¿Quién ha quemado el cadáver de C. F.?
Imagen: <a href="http://Image by Suhas Rawool from Pixabay">© Suhas Rawool en Pixabay

Mohamed Mbougar Sarr

Escritor, primer Premio Goncourt senegalés

Desenterrar y quemar un cadáver es la negación de la humanidad. La del otro, pero también nuestra propia humanidad. El cadáver de C. F. no ha sido profanado en Léona Niassène. Comenzó a desenterrarse y quemarse mucho tiempo antes.

Un abominable vídeo proveniente de Senegal circula desde hace algunos días: se ve a una muchedumbre en círculo y, en el centro, la intensa llamarada de una hoguera. Entre un oscuro júbilo y el estremecimiento de un temor, entre injurias, risas, invocaciones divinas y convocaciones diabólicas, los hombres, mujeres y niños de la muchedumbre miran lo que arde; y lo que arde es el cadáver de un hombre al que acaban de desenterrar en un cementerio. Pero, ¿de quién se trata? Este hombre se llamaba C. F. (solo indico las iniciales por pudor o respeto hacia su familia, pero, por dentro, pronuncio su nombre completo). Se sospechaba que era homosexual, ese es el crimen. Por esa razón, le han desenterrado y quemado en un lugar público: porque la presunta contra natura de su cadáver amenazaba con mancillar el cementerio. He ahí el castigo.

No me hago ninguna ilusión: por muy repugnantes que sean, este tipo de hechos se reproducirán. A esta última frase me hubiera gustado añadir una subordinada condicional, algo así como «mientras no aprendamos a proteger a nuestras minorías, a todos los malditos, y a preguntarnos cuál es, en cada una de las personas, la parte de humanidad sagrada que todos llevamos». Sí, me hubiera gustado suavizar mi convicción con un inciso de esperanza. Lo cierto es que ya no me queda esperanza. Lo que ha ocurrido en Léona Niassène ya se ha producido antes y, desgraciadamente, se reproducirá.

Hace 15 años, en 2008, vi un vídeo casi similar. Las imágenes que mostraba aquel vídeo me atormentaron durante una década, tan profundamente, con tal poder de destrucción (lo que este vídeo me arrebató, una parte de mi despreocupación, nunca se me devolverá, y mejor así en cierto modo: el mundo machaca a todo aquel que se despreocupa) que decidí –para huir de ello, exorcizarlo y comprenderlo– escribir una novela. Escribí De purs hommes en 2018. El libro comienza con una escena donde, describiendo la exhumación de un cadáver, yo intentaba estar a la altura del horror que me había inspirado el vídeo de 2008. Evidentemente, no lo conseguí: por violenta que sea, una novela nunca alcanza la brutalidad de la realidad.

Y ahora, en 2023, un nuevo vídeo macabro aparece, mostrando más o menos los mismos hechos siniestros. Los lectores piensan en De purs hommes: citaciones, analogías, menciones, interpelaciones y recordatorios. Según algunos, yo preví lo que iba a pasar. No es así. Un novelista no ve. Un poeta puede que vea. Un profeta sin duda ve. Pero un novelista no ve. Él observa. Más concretamente, observa el pasado o, incluso, todo el tiempo concentrado y su significación, metaforizada. Yo solo vi una cosa: el vídeo de 2008. En cierto modo, este vídeo contenía el del 2023. Entre los dos se ha producido De purs hommes, pero sobre todo se han producido hechos atroces, otras exhumaciones de cuerpos malditos o indeseables, otras violaciones de mujeres y de niños, otras injurias, otras exclusiones, otros asesinatos, otros C. F. y otros supuestos homosexuales oprimidos. Todo esto nace de la misma violencia.

Constato, con amarga ironía, que ciertas personas que me han cubierto de todo tipo de insultos infamantes, que incluso me han acusado de haber inventado la escena inaugural de De purs hommes, que han visto en esta novela una propaganda LGBTI financiada por algún grupo de presión o un ataque a la cultura, o que han fingido no ver la violencia sorda cuya causa buscaba comprender esta novela, son a veces los mismos que se conmueven hoy ante el vídeo de la hoguera. Cierto es que aquí no se trata de una novela, de algo sin importancia que ha surgido de la mente de un posible degenerado a quien siempre es fácil despreciar. Lo que es fácil hacer con un escritor (sospechar de él, insultarle, deformar su propósito, no leer sus textos y, sin embargo, juzgarle) es imposible hacerlo con la realidad cuando coincide con una verdad al desnudo. El espejo se alza ante nosotros. Todos y cada uno debemos mirarlo, es decir, mirarnos en él.

Veo por todas partes condenas: las esferas religiosa, política, intelectual y mediática se indignan. Todo esto tiene el mérito de ser cierto, aunque podríamos preguntarnos si no se trata en ocasiones de lo más bajo de la comodidad y la adquisición rápida y asequible de una conciencia inmaculada, tanto más práctica cuanto que no compromete ni a una acción futura ni a una posible responsabilidad personal o colectiva.

Lo que ha ocurrido quizá no tenga nada de específicamente senegalés. La violencia social, societal y simbólica se encuentra por todas partes, y los tiempos que vivimos aportan, en otros lugares del planeta, testimonios elocuentes en innobles formas. Si bien la violencia se despliega por todos lados, bajo diferentes formas y en diversos grados, relativizar la que prolifera en Senegal no la hará menos senegalesa. La oscura hoguera del cadáver de C. F. ha ardido aquí, en este nuestro país que tanto amamos. Enterrar a nuestros muertos y dar sepultura a los desaparecidos refrenda nuestra humanidad en su más alta expresión. Incluso puede que sea el único distintivo de nuestra humanidad en la naturaleza. ¿Qué puede significar entonces desenterrar y quemar un cadáver? La respuesta es evidente: la negación de la humanidad, no solo la de aquel que exhumamos, sino la nuestra, a la que envilecemos. Esta inhumanidad ha tenido lugar aquí. Todas las digresiones, sutilidades, relativizaciones, atenuaciones, justificaciones y legitimaciones aparecen como artimañas de la barbarie. O como el verdadero rostro, bastante repugnante, de la civilización.

Y entonces, ¿quién ha quemado el cadáver de C. F.? ¿Quién ha desenterrado su cadáver? Según parece, han arrestado a unos individuos. Se enfrentarán a la justicia, espero, si es que la justicia tiene aún un sentido (últimamente ha perdido mucho) en este país. En sustancia, no estoy seguro de que estos individuos sean el fondo del problema. Más allá de ellos se erige algo –llamémoslo cultura, tradición, identidad, valores, fe o prejuicios (en el fondo, poco importa)– que a menudo ciega todo sentido de la dignidad. Se erige, sobre todo, cada uno de nosotros. El cadáver de C. F. no ha sido profanado en Léona Niassène. Comenzó a desenterrarse y quemarse mucho tiempo antes, en un rumor malintencionado que se ha (ese «se ha» significa «cada uno de nosotros hemos») difundido, una violencia verbal o física cometida contra un(a) humillado(a), una inhumanidad que hemos soportado, aceptado, alentado, legitimado o justificado.

En realidad, C. F., su cadáver, sus cadáveres, arden desde siempre; porque, desde siempre, demasiados hombres en este país se creen provisionalmente Dios y hablan en Su lugar. Lo reitero: no me queda esperanza, pero desesperado se lucha mejor, a veces.

Espero que C. F esté, por fin, en paz.

Artículo redactado por Mohamed Mbougar Sarr y publicado originalmente en francés en Seneplus el 2 de noviembre de 2023. Artículo traducido por Inmaculada Ortiz.

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