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Guía para entender por qué caen los países

Guía para entender por qué caen los países
Ghana fue considerada, hasta hace muy poco, una historia de éxito económico. Puerto de Accra (Ghana). Imagen: Bukulu Steven para wikimedia
Ghana fue considerada, hasta hace muy poco, una historia de éxito económico. Puerto de Accra (Ghana). Imagen: Bukulu Steven para wikimedia
Jaume Portell Cano

Jaume Portell

Periodista

Las mercancías esperan, paradas en los puertos, desde Egipto hasta Pakistán. No hay suficientes dólares para pagarlas, y las empresas que las habían encargado no pueden recibirlas. Son el reflejo de países al borde del colapso, los siguientes en una cola por la que ya han pasado antes el Líbano, Zambia, Sri Lanka o Ghana. Todos ellos suspendieron, parcial o totalmente, sus pagos de deuda. Generalmente, estos países apenas aparecen en los medios de comunicación, y cuando lo hacen el análisis recurre a tópicos para explicar por qué tienen problemas. La corrupción o la mala gestión de sus dirigentes ocupan la mayor parte de nuestro tiempo. Leyéndolos, uno viaja en el tiempo ante esas ideas tan vintage: los discursos colonialistas del siglo XIX decían que los africanos (o los asiáticos o los latinoamericanos) eran pobres porque eran inferiores a los europeos; ahora, los análisis son mucho más sofisticados y nos explican que los africanos (o los asiáticos o los latinoamericanos) son pobres porque son unos ladrones. Son ideas que llegan al corazón pasando de puntillas por el cerebro. Así, las preguntas principales quedan sin responder: ¿Cómo se llega, técnicamente, hasta esa situación?, ¿cuáles son sus causas?, ¿cómo podemos saber quiénes serán los siguientes?

Piensa como un tenedor de bonos

Imagina que estás en el año 2013 y tienes 10.000 euros en el banco. Tienes un depósito en el que te dan un interés ridículo y sientes que podrías sacarles un rendimiento. Llevas tiempo sospechando que nadie se hace rico trabajando y quieres convertirte en un inversor. No tienes muy claro qué hacer: la bolsa española se ha desplomado desde su máximo en octubre de 2007 – todavía no lo sabes, pero nunca más va a recuperar ese nivel. Además, no ves claro lo de comprar acciones: te daría un infarto ver como suben y bajan cada día, y tampoco quieres pasarte la vida enganchado a las noticias de economía.

Decides asesorarte y ponerlo en manos de un experto financiero y te habla de los mercados emergentes. Te explica que hay decenas de países vendiendo bonos del estado y que te darán casi un 8% anual. Uno de ellos es Ghana. Ni siquiera prestas demasiada atención al nombre porque te has quedado impresionado con los números. El bono es un contrato de 10 años y te dan un 8% anual de la cantidad que pongas, y al final te van a devolver el dinero que les dejaste al principio. El experto te lo ha hecho con la calculadora: 800 euros cada año durante 10 años son 8.000 euros en intereses, y luego te devuelven los 10.000 euros. En total, habrás convertido los 10.000 euros de tu depósito en 18.000 euros. No te harás rico, pero peor habría sido dejarlos así en el banco. Empiezas a fantasear pensando qué pasaría si en lugar de 10.000 euros pusieras un millón de euros. 80.000 euros al año de intereses, 800.000 euros en una década. Habrías pasado de uno a casi dos millones de euros sin ir nunca a trabajar. Es una pasada.

Piensa como un ministro de finanzas

Ya es 2013 y necesitas esa planta de procesado. Desde que tu país, Ghana, fue colonizado por los británicos, habéis sido una gigantesca plantación de cacao. Sois el segundo productor mundial, pero seguís siendo un país pobre. Ya hace casi seis décadas de la independencia y todos tus antecesores han visto como las compañías chocolateras -todas occidentales- se enriquecían con el cacao. Algunas ya estaban aquí cuando eráis una colonia. “Sin nosotros no harían nada!” te dicen, una y otra vez, los agricultores que te han votado para que les cambies la vida. Protestan periódicamente porque cada vez viven peor. Tú sabes que el secreto está en la tecnología: las grandes compañías tienen las plantas para convertir ese fruto amargo en pasta de cacao, en crema de cacao, en chocolate. Quieres trepar por esa escalera y repartir los beneficios entre tus paisanos. No tienes el dinero para intentarlo: si sumas los ingresos anuales de ese puñado de empresas, pesan más que toda la economía de tu país, y obviamente no quieren colaborar a que les arrebates el negocio.

Necesitas miles de millones de dólares para pagar esa planta, sí, pero también para comprar todo lo que Ghana necesita para seguir funcionando: comida, gasolina, coches, algún tractor. No fabricas dólares, así que solo puedes conseguirlos de dos maneras: vendiendo recursos naturales, rápidamente y sin procesar, o pidiendo prestado. Vender solo cacao no va a cambiar tu situación: nunca vas a tener el dinero suficiente para pagar la planta. Optas por la segunda vía. Por suerte, cada vez más inversores internacionales están interesados en Ghana. Los bancos te escuchan con atención en las presentaciones que haces en Washington y Londres. Están encantados de daros la bienvenida al capitalismo global, y os van a ayudar a dar el siguiente paso. Ellos van a hablar de vosotros con los inversores para vender vuestros bonos. A cambio, claro, os van a cobrar algunos millones de dólares por el servicio. La venta es un éxito: si vuestros bonos fueran un pastel, había más gente con ganas de comérselos que trozos de tarta. Es una pasada.

El fin de la inocencia

Cuando un país como Ghana vende un bono es como si estuviera vendiendo un papelito a un inversor. Un trozo de su deuda soberana. A cambio, por cada papelito, Ghana recibe 100 dólares inmediatamente. Suponiendo que el interés es del 8%, el propietario de ese bono recibirá 8 dólares anuales, cada año, durante todo el contrato, antes de recuperar los 100 dólares iniciales. Ese papelito funciona exactamente como cualquier otra propiedad. Puedes mantenerla hasta el fin del contrato para cobrar todos los intereses más los 100 dólares. O, si no lo ve claro, puede vender el bono en el mercado. Cada día los bonos de todos los países del mundo cotizan en mercados especializados. Si poco después de la compra del bono los inversores confían en el futuro de Ghana, sus bonos estarán muy cotizados y valdrán más de 100 dólares. En ese caso, el inversor podrá venderlos por, digamos, 130 dólares y ahorrarse el riesgo de esperar 10 años. Puede que pierda una parte de los intereses que podría haber ganado, pero ha obtenido una ganancia inmediata de 30 dólares. Por el contrario, si hay malas noticias sobre la economía ghanesa, los inversores dudarán a la hora de mantener esos papelitos en su cartera y los venderán en masa. Los precios caerán: si esperan demasiado, perderán más dinero. En ese caso, los bonos quizá valdrán 75 dólares, pero preferirán venderlos perdiendo 25 dólares antes que esperar y acabar perdiéndolo casi todo.

Durante la duración del contrato -de 10 años- puede pasar cualquier cosa. Todos tienen sus incentivos para jugar en el mercado. Ghana consigue una financiación necesaria. Los compradores de bonos obtienen una rentabilidad en forma de intereses y recuperación de su inversión inicial. Todo el mundo acepta el riesgo. Incluso cuando cae el precio del bono surgen grandes oportunidades, si uno conoce cómo funciona el juego. El papelito -sus normas, escritas en un contrato- dice que su propietario cobrará siempre 8 dólares (el 8% de interés de los 100 dólares iniciales) anuales y que luego cobrará 100 dólares más al final del contrato. Es decir, quien compre el papelito cuando Ghana se esté hundiendo y todo el mundo esté vendiendo los bonos, se encontrará con una gran oportunidad: si lo compra a 80 dólares tendrá derecho a cobrar 8 dólares de intereses (un 10% de interés real) y, luego, cobrará 100 dólares pese a que lo máximo que él llegó a invertir fueron 80 dólares. Con la ley en la mano podrá exigir que le devuelvan un dinero -100 dólares- que nunca puso. Y si el país no paga, podrá denunciarlo ante un tribunal por incumplimiento del contrato.

¿Cómo detectar el fin?

Ghana fue considerada, hasta hace muy poco, una historia de éxito económico, como en su momento lo fue Sri Lanka en el sur de Asia, o Ruanda y Etiopía en el continente africano. Hoy, las cuatro están en la encrucijada. Por cada 100 dólares ingresados por exportaciones, Ruanda se gasta 38 dólares en el servicio de la deuda. Etiopía tiene que pagar 1.000 millones de dólares en principal de un bono -pagar la cantidad inicial que los inversores le dieron- y, según los datos del Banco Mundial, tiene 3000 millones de dólares en las reservas de su banco central.  Sri Lanka y Ghana ya han suspendido los pagos de su deuda. El camino que recorrieron -y en el que ahora andan más países- es similar.

El agujero inicial viene de tener una estructura económica colonial: venta de materias primas sin procesar y compra de productos manufacturados más caros. Ese agujero no desaparecerá si no hay un proyecto de industrialización. Aún menos si el proyecto económico del país se basa en el turismo y la exportación de productos agrícolas o de bajo valor añadido. Cualquier país que se endeude en dólares y mantenga su déficit comercial está condenado al mismo final: en cuanto baje el precio de su principal exportación entrarán menos dólares. Si la situación persiste durante mucho tiempo, la moneda local se desplomará respecto al dólar y llegará la inflación. Si el precio de sus importaciones -gasolina y comida, en el caso de muchos países africanos- empieza a subir, la inflación destruirá el poco poder adquisitivo que le quede a la población. El banco central empezará a contar cuantos dólares le quedan para ver si puede pagar, simultáneamente, la deuda y las importaciones. Cuando solo queden dólares para un mes de importaciones, la partida habrá acabado y el país aparecerá en la prensa occidental: su gobierno estará negociando un préstamo -en dólares- con el Fondo Monetario Internacional.

El árbitro

Cuando un país tiene escasez de divisas, el FMI acude para prestarle el dinero que necesita, pero a cambio propone una serie de contrapartidas. En los 80 fueron las privatizaciones de empresas públicas y la liberalización comercial para aumentar el peso del sector privado en la economía. La devaluación de la moneda y la concentración de recursos en los sectores exportadores no resolvieron la situación: hoy, cuatro décadas después de esos planes, la mayoría de esas economías siguen teniendo estructuras similares a las que tenían entonces. Este tipo de estructura favorece especialmente a los capitales extranjeros: al tener a varios países compitiendo por producir lo mismo, cada cierto tiempo hay sobreoferta de materias primas y precios baratos para las empresas que las necesitan para su producción. El Fondo Monetario Internacional es, tal y como indica su nombre, un fondo. Todos los países del mundo ponen dinero en ese fondo y tienen un derecho a voto proporcional al dinero que hayan depositado en él. Los países ricos dominan la mayoría de los votos de la institución. Es difícil que una empresa tome decisiones que perjudiquen a sus accionistas.

Los compradores de bonos apostaron fuerte, y la mayor parte de la deuda de África está en manos de esos inversores privados. En 2020, según el Banco Mundial, 2 de cada 3 dólares en pagos del servicio de la deuda africana acabaron en sus bolsillos. Arriesgaron su dinero comprando unos papelitos con una promesa endeble: que un país pobre con una sola fuente de recursos -cobre, petróleo, cacao, té o café- tendría precios estables y altos durante diez, veinte o treinta años. Son bancos y fondos de inversión, gestionando algunas de las fortunas más importantes del mundo; pero también son fondos de pensiones moviendo el dinero de personas normales que, simplemente, querían un poco más de rentabilidad. Todos ellos se equivocaron, pero es posible que les corrijan el error. Un hilo invisible nos une con los recortes que sufrirán los ciudadanos de varios países africanos los próximos años: ellos se quedarán sin sanidad para que vuelva el orden macroeconómico y los acreedores puedan cobrar. El FMI pondrá el líquido. Y nosotros lamentaremos, de nuevo y al unísono, que la corrupción es la auténtica lacra de este continente que tanto amamos.

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