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África se aleja de Occidente (V)

África se aleja de Occidente (V)
Imagen: © <a href="http://Imagen de Marko Bukorovic en Pixabay" rel="noopener" target="_blank">Marko Bukorovic en Pixabay
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Donato Ndongo

Su Antología de la literatura guineana (1984) es considerada como la obra fundacional de la literatura guineana escrita en español.

CUNDE LA REBELIÓN

Conmoción es la palabra más certera para describir la percepción en el resto de África de cuanto sucedía en Bamako. Cundió el estupor entre unas élites más pendientes de sus apoyos foráneos que del bienestar de sus conciudadanos, mientras en las poblaciones renacía la esperanza. Y aquellos que poseen los medios -el estamento militar surgido en la era poscolonial, en general de extracción popular– tomaron conciencia de que era posible el desafío. Por eso erraron quienes creyeron que su «golpe de audacia» aislaría a Mali, al no percatarse ni de la intensidad ni de la amplitud del malestar, pese a las clarísimas y añejas señales. Y es que la subestimación de lo africano continúa determinando el proceder de Occidente. Así, el apoyo masivo de la población maliense a sus jóvenes oficiales abortó las amenazas de sanciones procedentes de organismos como la Comunidad Económica de los Estados de África Occidental (CEDEAO), controlada por Francia, y pronto fue evidente que el coronel Goïta tendría émulos. ¿Acaso era de esperar, como en los tiempos coloniales, que soldados africanos fuesen a matar a otros africanos para defender intereses de potencias extranjeras? Dejó de ser «natural». La lógica actual es lo acontecido, y Occidente debería tomar nota de ello, ahora y en el futuro. Porque, apenas cuatro meses después de que la rebelión se extendiera a Burkina Faso en octubre de 2022, la junta militar instalada en Uagadugú exigía en enero la inmediata retirada de las tropas francesas. El capitán Ibrahim Traoré acababa de sustituir en la Presidencia interina al teniente coronel Paul-Henri Sandaogo Damiba, quien, nueve meses antes, había destituido al presidente Christian Kaboré, elegido en 2015. Era el primer mandatario civil desde que el descontento popular, expresado en huelgas y manifestaciones, provocara el derrocamiento del corrupto y despótico Maurice Yaméogo en enero de 1966, primer presidente del país, entonces llamado Alto Volta. Medio siglo de golpes y contragolpes, promovidos desde la Célula Africana del Palacio del Elíseo -según confesión de su entonces director, Jacques Foccart-, hacen de Burkina uno de los países más convulsos, y menos prósperos, del mundo. Situación que intentó corregir el capitán Thomas Sankara, llegado al poder en 1983 mediante golpe de Estado para terminar con la inestabilidad; pero su carisma, encarnación del ideal panafricanista, concitó la hostilidad de la Francia del socialista François Mitterrand, quien ordenó su asesinato en 1987 para sustituirlo por el corrupto y sanguinario Blaise Compaoré. Desde 2018, unos 400 efectivos de las Fuerzas Especiales francesas operaban en el país sin que pudiesen contrarrestar el inusitado auge de la violencia yihadista. Desde 2015, diez de las trece regiones del país, limítrofes con Mali, están controladas por los insurgentes y sufren frecuentes atentados terroristas de grupos como el ISIS y Al Qaeda, que produjeron 732 víctimas mortales y casi dos millones de desplazados en 2021, según datos del Gobierno. Ese grave «deterioro de la situación de seguridad en medio de la profundización de la insurgencia islámica» y «la incapacidad del presidente para manejar la crisis» son parte del argumentario esgrimido por el «Movimiento Patriótico» de Traoré para justificar los cambios políticos, de estrategia y, al parecer, de alianzas. A los cuales -dato no menor– tampoco han sido ajenos la arrogancia y prepotencia europeas. Alteraciones que, sin duda, influirán en la determinación del rumbo de los acontecimientos previsibles en el futuro inmediato, cuyo resultado definitivo dependerá del talante y actitudes con que las partes implicadas aborden la situación y adopten decisiones. Si bien no dejan de estar dictadas básicamente por los intereses de cada cual, tampoco puede menospreciarse el papel que juegan emociones y sentimientos en temas como este.

Emociones desbordadas en octubre de 2022, cuando numerosos partidarios de la acción militar encabezada por el capitán Ibrahim Traoré intentaron asaltar la Embajada de Francia en Uagadugú; piedras y palos lanzados y un conato de incendio contra su fachada ilustran el grado de crispación ante las sospechas de «contragolpe» de los leales al dirigente depuesto, con apoyo de la fuerza francesa. Escenas similares se produjeron en el Instituto Francés de Bobo-Dioulasso, segunda ciudad del país. París negó toda injerencia, pero la experiencia de décadas había avivado la suspicacia y la cólera contra Francia. La comparecencia del embajador Luc Hallade ante el Senado de París, donde, según la prensa gala, afirmó que la violencia en Burkina Faso había adquirido tintes endémicos y próximos a una guerra civil, el régimen burkinés pasó a considerarle «interlocutor ya no fiable». Semanas antes, la coordinadora residente del Programa de las Naciones Unidas, la italiana Barbara Manzi, había sido declarada «persona non grata» y expulsada del país por un incidente similar. Fracasadas las consabidas presiones a sus «socios» de la CEDEAO para sancionar, si no derrocar, a la junta militar constituida, bajo el pretexto formal de devolver el país a la legalidad democrática, Burkina Faso exigía a finales de diciembre la retirada del embajador de Francia. París desoyó la medida al principio: «Recibimos una carta de las autoridades de transición burkinesas. No se trata de un procedimiento habitual y no tenemos comentarios que hacer», señaló el portavoz del Quai d’Orsay. Pero hubo que rendirse a la evidencia, y en enero pasado Luc Hallade abandonó Uagadugú en un ambiente de tensión. La reacción francesa fue suspender «hasta nueva orden todas las acciones de ayuda al desarrollo y de apoyo presupuestario a Burkina Faso». El anuncio del Ministerio de Exteriores se produjo, significativamente, tras el firme respaldo de los gobernantes de Uagadugú a las nuevas autoridades de Níger que tomaron el poder el 26 de julio. Medios franceses cifraron en 495 millones de euros la cooperación francesa con Burkina Faso en 2022, monto poco significativo en comparación con el flujo que llega a Francia desde ese país. A su vez, Uagadugú rompió el acuerdo sobre la doble imposición fiscal, vigente desde la independencia, en 1960; medida mucho más lesiva para su antigua metrópoli. Signos prístinos del profundo deterioro de la confianza mutua.

El 26 de julio de 2023 será durante muchos años una fecha memorable para africanos y europeos. Las capitales occidentales todavía no habían digerido las «bombas» de Mali y Burkina Faso cuando se produjo la «inesperada» conmoción: también Níger se sumaba a la «epidemia de golpes de Estado». Un «Consejo Nacional para la Salvaguardia de la Patria», dirigido por el general Abdourahamane Tchiani, comandante de la Guardia Presidencial, depuesto al presidente Mohamed Bazoum, profesor de filosofía, elegido democráticamente en 2021. Los sublevados vindicaron su acción para «evitar la desaparición gradual e inevitable del país» ante «el continuo deterioro de la situación de seguridad y la mala gobernanza económica y social»; acusaron a Bazoum de «ocultar la dura realidad de un país humillado y frustrado, con un montón de muertos y desplazados», y le reprocharon su «ineficaz» estrategia de seguridad y su negativa a colaborar con los regímenes de Bamako y Uagadugú. En efecto, tras su expulsión de Mali y Burkina Faso, Níger aceptó el traslado de las tropas francesas a su país, causa esencial de la suspicacia occidental. El nuevo acuerdo de seguridad entre Niamey y París, crucial para las operaciones militares francesas en la zona, estrechó lazos entre Bazoum y Macron, pero no todos los militares nigerinos lo aprobaron. Dos fueron las señales más preocupantes sobre la orientación del profundo cambio político surgido de esta nueva junta militar: que el millar de partidarios de la asonada que apedreaban y prendían fuego a las puertas de la Embajada francesa en Niamey portaban banderas rusas mientras vitoreaban a Rusia y voceaban su simpatía por el Grupo Wagner; y la temprana exigencia de la retirada inmediata de los 1.500 soldados, aproximadamente, que Francia tenía estacionados en el país. París reaccionó según el manual: su ministra de Asuntos Exteriores, Catherine Colonna, aseguró que no tenía intención de evacuar a sus ciudadanos de Níger, y menos a sus tropas: «No hay ninguna decisión de evacuar (…). La era de los golpes de Estado en África debe acabar. No es aceptable. Amenazan a la seguridad del país y a la estabilidad de la región», declaró, categórica. Al tiempo, desplegó toda su diplomacia para intentar aislar a la junta militar constituida en Niamey, logrando que la Unión Africana, la Unión Europea, el secretario general de Naciones Unidas, Estados Unidos y el conjunto de la comunidad internacional condenasen la irrupción de los militares, ofreciesen «total apoyo» y «solidaridad» al mandatario depuesto, confinado en Palacio con su familia, y exigiesen su liberación, mientras un grupo de partidarios reivindicaba su figura en las calles al grito de «no al golpe de estado». «Los golpistas tienen hasta mañana para renunciar a su aventura», afirmó Colonna, al tiempo que instaba «a la Unión Africana y a la CEDEAO» a restablecer la integridad de las instituciones democráticas de Níger.

Sorprendente postura cuando proviene de una autoridad del país que históricamente ha urdido innumerables golpes militares y guerras civiles que han alterado la legalidad constitucional en numerosas naciones del continente, desde la destitución y asesinato de Patrice Lumumba en Congo-Kinshasa en 1960 hasta el apresamiento de Laurent Gbagbo en Costa de Marfil en 2011. Habrá que recordar que el derrocamiento del presidente democrático, el profesor Pascal Lissouba, en Congo-Brazzaville en 1997, para aupar al poder al candidato afín a los intereses franceses, Denis Sassou-Nguesso -que continúa, inamovible-, derivó en una guerra civil de más de dos años, con un saldo superior a los 10 000 muertos y 200 000 desplazados internos y externos. De los 27 golpes de Estado habidos en África subsahariana desde 1990, el 78 % ha tenido lugar en países francófonos. Falta de credibilidad que repercute en el discurso de Occidente, al tiempo que fortalece a los golpistas sahelianos y a los que vendrán-, pues, según el alegato del primer ministro maliense, Choguel Maïga, ingeniero de telecomunicaciones, la acción francesa en África «repudió los valores morales universales» debido a sus «políticas neocolonialistas, condescendientes, paternalistas y vengativas». En ese contexto, pedir la intervención militar de la CEDEAO y de la Unión Africana no puede ser sino una declaración de impotencia o un brindis al sol. Como era previsible, las amenazas y sanciones para restaurar en el poder a las «autoridades legítimas» no han surtido efecto. Es indudable que la retórica prepotente de París alimentó el rencor: el 25 de agosto, la junta militar gobernante en Níger expulsó al embajador Sylvain Itté, al considerar «contrarios a los intereses de Níger» los posicionamientos de las autoridades francesas. El cambio operado en Niamey no es «un golpe de Estado más». Se trata de una vicisitud de consecuencias incalculables, y por ello es percibido como especialmente grave por la comunidad internacional: cualquier intervención militar en contra podría desencadenar un conflicto global en la delicada coyuntura actual, cuando resurgen antiguas rivalidades entre las potencias con aspiraciones hegemónicas por el control geoestratégico del mundo. La agudización de la sensación de desprotección de la frontera sur de Europa, desde la cual amenazan grupos islamistas radicalizados, es otro factor. Y, sobre todo, el claro peligro de que Níger, segundo productor mundial de uranio, explotado por Francia en posición monopolista, pueda convertirse en peón del «otro bando», privando a Europa de esa valiosísima fuente de una materia prima estratégica. De ahí la inusitada presión de Occidente para restar apoyos a los regímenes con ideas afines en la región. Pero también pone en evidencia otras realidades: el masivo apoyo de la población, harta de promesas y de ilusiones nunca realizadas, y el fracaso de la estrategia occidental en la lucha contra el terrorismo en la franja del Sahel, pues tan numeroso despliegue de medios y efectivos no aminoró la pujanza del extremismo yihadista insurgente; objetivamente, la región es hoy más insegura e inestable. Oportunidad que no desaprovecha Rusia para extender su influencia en África. Las imágenes de multitudes de africanos quemando la bandera tricolor y coreando eslóganes antifranceses en Bamako, Uagadugú y Niamey han servido, al menos, para visualizar su malestar en Occidente y se tomen en cuenta sus demandas, que sería lo natural. Porque el desapego y la consiguiente pérdida de influencia occidental en África era evidente desde hacía mucho tiempo, no solo para los africanos: entre otros muchos casos, libros y textos, cabe recordar las movilizaciones recurrentes contra el franco CFA, «el ‘arma invisible’ de la françafrique», símbolo por excelencia del neocolonialismo, según sus críticos; o el lúcido artículo de la analista Fanny Pigeaud, «África se harta de Francia», publicado en Le Monde Diplomatique en marzo 2020. Significativamente, el cambio en Níger coincidió con la reunión informal de los ministros de Asuntos Exteriores y de Defensa de la UE en Toledo para analizar, entre otros temas globales, la evolución de la situación en el Sahel. Se hallaban presentes el ministro nigerino de Exteriores depuesto, Hassoumi Mássaoudou, y el presidente de la Comisión de la CEDEAO, Omar Alieau Touray, pero no fue invitado ningún representante de la junta militar; al contrario, Europa se enrocó en respaldar al equipo perdedor, maniobrando para conseguir apoyos para devolver el poder a las «autoridades legítimas». La posición de Mali y Burkina Faso fue clara desde el principio: toda intervención militar extranjera contra Níger será considerada una agresión contra ellos. Presa en su propia retórica, Europa no contempla acciones violentas directas; y, en ese contexto, pedir la intervención militar de Estados y organismos africanos no puede ser sino una declaración de impotencia o un brindis al sol.

Artículo de Donato Ndongo.

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