Era el momento. Nada más llegar a Ciudad del Cabo habría sido demasiado precipitado. Aún andábamos paranoicos por las calles, mirando a uno y a otro lado, pensando que nos iban a robar, golpear o rematar en cualquier esquina… La fama de país peligroso, de ciudad conflictiva, aún la lleva arrastrando como un pesado lastre. Pero con el paso de los días vimos que Ciudad del Cabo no parecía tan peligrosa como nos la habíamos imaginado. Poco a poco nos fuimos tranquilizando y ya relajados pudimos disfrutar de sus tiendas, calles y edificios, de sus restaurantes de comida cape-malay, de sus parques y museos sin mayores preocupaciones. Fue entonces cuando pensamos que, si queríamos conocer por dentro un township, ese era el momento adecuado.
Los townships son las cicatrices más evidentes que el apartheid ha dejado en Sudáfrica. Son esas tristemente famosas barriadas en las que fueron confinados millones de negros y mestizos (coloured, en ingles) durante décadas. Lugares en las afueras de las ciudades, en ocasiones a 20-30 km del centro, a los que fueron expulsados desde sus casas en el centro de la ciudad en una ola de acción racista que arrancó a principios de siglo XX. No había más motivo que ser negro. O más concretamente, “no eran europeos”, como decían los racistas blancos.
No solo eso: los barrios donde vivían (como el District 6) fueron tirados abajo, derribados, borrados de la memoria. Por si fuera poco, fue un desalojo cruel: no solo los expulsaron, sino que las autoridades no facilitaron el realojo. De hecho, no lo hubo: además de humillados, tuvieron que construir sus propias casas, sin medios materiales ni ayuda alguna.
Una de estas barriadas es Khayelitsha y allí decidimos ir a conocer el día a día de uno de esos focos de pobreza y marginación. Contactamos con uno de los cuatro alojamientos aprobados por el gobierno en ese barrio y nos explicaron cómo tomar el autobús (en realidad, una furgoneta de 12 plazas) hasta allí, a 20 kilómetros de la ciudad. Según empezamos a salir de ella, ya se veían los primeros asentamientos: chabolas de chapa y madera, precarias, construidas junto a la carretera, apoyadas unas sobre otras, sin calles, solo pasajes minúsculos. En la zona más cercana al río, letrinas comunales vertiendo los residuos a este. Y destacando sobre los techos, los cables que, saliendo de cada chabola, tomaban la electricidad de algunos postes eléctricos cercanos, creando una especie de carpa de circo sin cubierta. Ellos le llaman spiderwebs, telas de araña. Nosotros, pobreza casi absoluta. Según nos explicaron más tarde, esos eran los informal townships, creados sin planificación ni control, espontáneamente.
Pasada media hora, salimos de la autovía y empezamos a serpentear por calles estrechas: cada vez más tráfico, más gente. Y la calle cada vez más angosta. Aparecen precarios puestos en los laterales de la calle, construidos a base de madera y chapa: ropa, zapatos, ferretería, accesorios para móviles, carnicerías con la carne chorreante expuesta al sol… La pequeña estación de taxis compartidos era el punto de encuentro acordado. Éramos los únicos blancos, pero a nadie parecía ni importarle ni extrañarle. Dos chicos vinieron a llevarnos al alojamiento. Mientras andábamos por la calle principal todo era actividad, pero aquí se desarrollaba en contenedores industriales, los de los barcos, que cerraban herméticamente por la noche. En ellos había peluquerías, tiendas de alimentación… y hasta un chino vendiendo ropa.
Pero conforme nos internábamos por las callejuelas, la actividad daba paso a la tranquilidad, al piar de pájaros, a la ausencia de coches, a niños jugando tranquilamente a la pelota. Y poco a poco empezamos a ver que todo el mundo nos saludaba amablemente. Y que las chabolas daban paso a pequeñas casas de ladrillo, con techo a dos aguas, perfectamente sencillas y dignas. De hecho, no había ni una ni dos, eran muchas. Y nos dimos cuenta de que el barrio no eran solo chabolas, sino una mezcla de construcciones. Había calles asfaltadas. Y no había postes de electricidad con miles de cables, sino electricidad subterránea, al igual que agua corriente y cloacas en todas las casas. Incluso un servicio de recogida de basuras semanal, según nos explicaron. Fue entonces cuando nos dimos cuenta de que aquello no era un asentamiento chabolista desordenado, sino un barrio humilde, en el que vive la clase trabajadora negra y que repudian y temen tanto la violencia como nosotros.
El Bed&Breakfast resultó ser una construcción impresionante. Una empresaria local, hace 10 años, vio el potencial de recibir a extranjeros en su casa para que conocieran lo que realmente era un township y la vida que hay en él. Empezó con su pequeña casa, en la única habitación que tenía. Así que comenzó a recibir a gente, a ganar dinero, a prosperar y a ampliar el negocio. A partir de una chabola mejorada, con el tiempo ha sacado un segundo piso en el que tiene las habitaciones para los visitantes y un salón. Y es impresionante porque por fuera parece una chabola de dos pisos, pero dentro es como un oasis: luces halógenas, sofás de cuero, suelo de parquet, pantalla de plasma de incontables pulgadas, ordenador portátil… Incluso han puesto baños en las habitaciones en el piso de arriba, una proeza arquitectónica digna de mención, sin duda. Hoy en día, Vicky es, visto lo visto, una gran empresaria, muy bien situada económicamente hablando, con cinco hijos en colegios privados, un gran coche familiar… Una mujer que supo ver la oportunidad y prosperar. Pero lejos de querer irse, se ha quedado en su barrio de toda la vida, como seguramente harán todos aquellos que consigan, con el paso del tiempo, tirar adelante y mejorar su posición económica.
A la mañana siguiente caminamos unas horas por el barrio con un guía local, que nos contó la historia del lugar. Nos explicó cómo los townships resultantes del apartheid eran lugares de confinamiento y exclusión racial, pero era cierto que hoy en día tenían unos servicios mínimos, como calles, agua, electricidad… y por eso la gente no se estaba yendo de allí. También nos habló de otros townships, los que habíamos visto en el camino, construidos por gente que ha venido a la ciudad en busca de una oportunidad, asentándose allí donde pudieran, de cualquier manera, pero por un motivo económico, no racial.
Khayelitsha es, como tantos otros townships, un lugar tercermundista, indignantemente distante en todos los sentidos de los barrios de los blancos, pero en el que el gobierno, con los escasos medios que tiene ante la gran magnitud del problema, va reemplazando poco a poco las chabolas por unas casas sencillas, pero con sus comodidades y mínimos exigibles. Han pasado 15 años desde la construcción de este barrio, pero poco a poco se va convirtiendo en un pequeño pueblo de casas humildes, habitado por gente trabajadora cuya única culpa es haber nacido negro en este país aún lleno de racismo y, sobre todo, de desigualdades.
Itziar Martínez-Pantoja es psicóloga. Pablo Strubell es economista, ha sido gerente de la Librería De Viaje y es miembro de la Sociedad Geográfica Española. Es autor del libro Te odio, Marco Polo. Ambos recorrieron África en transporte público, durante un año, desde Sudáfrica hasta Marruecos por la costa atlántica, visitando 14 países en el camino. El relato de su viaje se puede encontrar en www.africadecaboarabo.es. Recientemente han publicado el libro Cómo preparar un gran viaje.
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